Aunque la xenofobia aparece en muchas sociedades, y en diversos momentos históricos, en nuestro caso hay una impronta que procede del trujillismo, específicamente el antihaitianismo.
En torno al antihaitianismo se ha gestado en nuestro país una patología social muy grave que le ha dado al racismo una suerte de consenso en casi todas las clases sociales. Donde uno menos lo espera surgen juicios y propuestas inspiradas en criterios raciales, llegando incluso a concepciones criminales en el trato a los emigrantes haitianos que viven con nosotros.
Vergüenza debemos sentir como sociedad cuando un tema como el caso de las mujeres haitianas que vienen a dar a luz en nuestro país es considerado como un grave daño a nuestro presupuesto. Si lo comparamos con todos los recursos que se han robado dominicanos y dominicanas con acceso a los fondos públicos, la diferencia es bochornosa.
Grave es también que hermanos de otras denominaciones, supuestamente defensores de la vida, pidan medidas para impedir que esos partos ocurran en nuestra sociedad. Eso es fruto del racismo subyacente en nuestro entorno social. Para estos actores los hijos de los haitianos valen menos que los nuestros. Y casos hay de esos activistas anti-partos de haitianas en nuestro país que en su momento mandaron a sus esposas a dar a luz a Estados Unidos. La construcción de hospitales del lado haitiano es buena idea y contribuir a su construcción y en el futuro servicio de salud de estos no nos desmerita como dominicanos, al contrario. Pregúntenle al Buen Samaritano si tan cristianos nos consideramos.
Cuando nuestros obispos enfrentaron al sátrapa criminal que nos doblegó por tres décadas, esa luminosa fiesta de La Altagracia del 1960, le reclamaban el ejercicio de los derechos humanos, comenzando por el derecho a la vida, a formar una familia y tener un trabajo, pero también le demandaban: “…el derecho a la emigración, según el cual, cada persona o familia puede abandonar, por causas justificadas, su propia nación para ir a buscar mejor trabajo en otra nación de recursos más abundantes o gozar de una tranquilidad que le niega su propio país”.
Y este derecho, que lo ha reafirmado muchas veces el Papa Francisco y sus predecesores, es parte esencial de la dignidad de todo dominicano, de todo haitiano, de todo mexicano, de toda persona. Todo católico, todo cristiano, que se defina como anti-haitiano o racista es hereje.
Uno de los dominicanos más destacados del siglo XX, Juan Bosch, en una carta que le remitió a unos amigos que le visitaron en La Habana, en 1943, les señalaba: “Los he oído a Uds. expresarse, especialmente a Emilio y Marrero, casi con odio hacia los haitianos, y me he preguntado cómo es posible amar al propio pueblo y despreciar al ajeno; cómo es posible querer a los hijos de uno al tiempo que se odia a los hijos del vecino, así, sólo porque son hijos de otro. Creo que Uds. no han meditado sobre el derecho de un ser humano, sea haitiano o chino, a vivir con aquel mínimo de bienestar indispensable para que la vida no sea una carga insoportable; que Uds. consideran a los haitianos punto menos que animales, porque a los cerdos, a las vacas, a los perros no les negarían Uds. el derecho de vivir…”. Ese odio, que inculcó el trujillato entre el pueblo común y los intelectuales, ha durado hasta el presente y se nota en tantos comentarios y explicaciones. Es una enfermedad social que debemos curar. Bosch incluso preveía lo duradera que sería esa deformación: “…la tragedia de mi país ha calado mucho más allá de donde era posible concebir. La dictadura ha llegado a conformar una base ideológica que ya parece natural en el aire dominicano y que costará enormemente vencer, si es que puede vencerse alguna vez”.
Cuando al inicio de los años 80 la fiebre porcina apareció en nuestra isla tuvimos que sacrificar todos los cerdos, del lado dominicano y del lado haitiano, porque una enfermedad, en animales o humanos, no conoce de nacionalidad, de legalidad, de frontera o clase social. Frente al COVID la decisión inteligente y humanitaria es vacunar a todos los hombres y mujeres que viven en la isla, en cada uno de nuestros países, sin importar su estatus legal. Haitianos, españoles, venezolanos, por mencionar los grupos migratorios más grandes en nuestro país, deben ser vacunados sin importar su estatus legal, estableciendo formas de identificación paralelas al de la Cédula Electoral.
Ojalá que las autoridades no se dejen influir por los grupos racistas que pululan en su entorno, los mismos que empujaron el trumpismo en el seno de esta administración. Dejar de vacunar cualquier grupo siempre pone en riesgo a toda la comunidad. Si no lo hacen por respetar la dignidad humana, al menos háganlo por criterios sanitarios científicos.