En el marco de nuestra conversación filosófica, el escritor José Rafael Lantigua (Global, Vol.18, No.98, enero-febrero 2022) me pregunta acerca del papel que podría jugar la filosofía en un mundo con pandemia, hambrunas, autoritarismos populistas, crisis de la democracia, batallas de género y criptomonenas en ascenso.
No siempre la filosofía revoluciona. Pero no ha habido revolución sin fundamento filosófico. Me agrada creer, junto a Zygmunt Bauman, contesté, que el filósofo es la persona dotada de un acceso directo a la razón, lo más puro de la razón, despejada de las nubes del interés mezquino, de las sinuosidades del mercado y de la perversa manipulación del algoritmo y la hiperconexión.
Cuando asume su esencial espíritu de rebeldía, iconoclasia y transformación, la filosofía se convierte en la voz de las víctimas.
En las guerras, la primera víctima es la verdad, y la verdad es fundamento de la filosofía. En la guerra de Donald Trump contra el sistema y la tradición democráticos estadounidenses la herramienta más poderosa fue la de la desinformación, por medio de las noticias falsas. El propósito ulterior era hacer de lo falso lo fáctico.
Antes que científico o clínico, el primer valladar que intentó contener el desconcierto y el miedo provocados por la pandemia de la Covid-19 y su tormentosa secuela de morbilidad y letalidad, durante el fatídico año 2020, fue el pensamiento filosófico.
Se lanzó al ruedo para ponderar la eficacia o el desacierto de los confinamientos y los efectos sociopolíticos del incremento de la seguridad colectiva frente al deterioro de la libertad individual y de los derechos constitucionales adquiridos. La ecuación, dentro de su propia complejidad, parecía simple: había que elegir entre seguir viviendo, aun fuera encerrados, o morir en ejercicio de la libertad.
Fueron los filósofos Giorgio Agamben, Peter Sloterdijk, Slavoj Zizek, Byung-Chul Han, Edgar Morin, así como sociólogos, economistas e historiadores, como Alain Tourain, Jeffrey Sachs y Juval Harari, entre otros, quienes movieron la opinión pública mundial denunciando los peligros de orden sociopolítico y económico, como también ético, jurídico o educativo, respecto del estado de emergencia, el confinamiento y los tratamientos compulsivos de prevención de la enfermedad.
El episodio inadvertido, luego de una pausa de un siglo, creado por la pandemia del coronavirus generó una incontrolable infodemia, según la acertada categoría de Byung-Chul Han; es decir, una epidemia informativa y desinformativa cuya víctima no fue otra que la propia humanidad.
Las criptomonedas, antes que conquistas tecnológicas, son el resultado de la especulación económica y financiera, como reflejo de una crisis ética, estrechamente atada a la insurrección tecnológica, porque no se trata de que el avance tecnológico modifica el pensamiento, sino por el contrario, que la revolución digital es el producto de una insurrección mental orientada al lenguaje de códigos (software) y a la fabricación de artefactos para el consumo individual (hardware).
Hoy, pese a que siguen teniendo lugar otras guerras, la emblemática ha pasado a ser la invasión de Rusia contra Ucrania.
El desenlace del conflicto sigue en terreno de la triste incertidumbre. El ogro retrotópico ruso sustenta que ese país libre, democrático de Ucrania representa su frontera de defensa frente a una posible agresión occidental, y que, en consecuencia, debe ser terreno de su dominio, para la garantía de la paz y del futuro de Rusia.
El trasfondo de esa guerra de Putin no es otro que una afrenta a las democracias y a la paz del mundo, no solo de la Unión Europea. Espero que no sea sobre más muertos y sobre la destrucción total de la nación ucraniana, su lengua, sus tradiciones y su cultura donde finalmente se impongan la sensatez y la paz.