El programa del día parecía haber llegado a su final, sin que restase otra deuda que no fuese la de un sueño reparador.
El sol se había despedido ya, dejando lugar a la luna, coqueta como siempre, orgullosa de poder ostentar su belleza.
Pero no. Apenas iniciado el proceso preparatorio del descanso, dándoles a las chancletas la oportunidad de jugar su papel protagónico esperado, la voz insistente de un joven de confianza me obligó a acudir a la puerta de entrada de la casa.
El motivo del llamado me fue explicado en forma breve y precisa: en un laberinto de uno de los semilleros del barrio, un antiguo cañero se debatía entre la vida y la muerte. Era justo que también él tuviese la asistencia pastoral reservada para el último reto de la vida
Los callejones, solitarios ya a esas horas, por donde se desplazaban nuestros pasos, al arrullo del sonido de las novelas de turno y los noticieros de noche adentro, nos condujeron a una choza con olor a soledad.
Por la puerta entreabierta hicimos entrada y allí, acostado en un catre, vislumbramos un rostro típico de la gente de más allá del Masacre.
La “jumiadora” que lo iluminaba parecía bailar al compás de su ya débil respiración. Al vernos, el rostro cobró vida y una casi abortada sonrisa dio testimonio de la alegría que sentía por nuestra visita sorpresa.
Pacientemente escuché el relato de su vida, al estilo de una confesión general, adornada por constantes aclamaciones de acción de gracias a Dios. Le informé conocer el batey donde dijo haber iniciado su existencia, al filo del inicio de la era de la dictadura.
Sus progenitores habían llegado de pequeños al país y se habían conocido en el mismo batey de su nacimiento, cayendo su padre abatido en el baño sangriento del año 1937.
En el batey nadie tenía documento, como tampoco lo tenían sus antepasados. “Al fin de cuentas -me dijo él- para vivir no hacen falta documentos. Los documentos son necesarios para que nos dejen vivir con un poco de dignidad”, concluyó en forma magistral.
En un clima de paz, más que de resignación, me recordó la amarga historia de sus ancestros negros, las penurias pasadas en su África de origen, el tiempo de esclavitud, su venta y subasta como si fueran animales, y el momento de la libertad, conseguida a base de humillaciones, luchas y confrontaciones.
Sin poder evitar que la amargura lo traicionara, suspiró deseando cielos nuevos y nueva tierra, donde todos los seres humanos puedan vivir con dignidad, valorados no por su color, por su dinero, poder o procedencia, sino por el hecho de ser personas.
Dos grandes lágrimas se escaparon de sus ojos y descendieron centelleantes a la luz del candil, haciendo un juego de color plateado con el fondo de su tez oscura.
Para él ya había llegado el momento de la deportación deseada, que lo llevaría a aquel sitio donde no requieren documentos, pasaportes ni visas. Donde sólo la misericordia es la llave de entrada.
Casi dejándolo con la palabra en la boca, pasaron por mi mente las veleidades que a diario nos ofrece el mundo y las tontas ilusiones que parecen brillar en el espejo oscuro de la frivolidad. “Vanidad de vanidades”, como diría el Kohelet o Eclesiastés.
Y en el rostro del viejo, iluminado siempre por la luz de la lámpara, contemplé luminosa la efigie de la dignidad curtida y un mundo de valores, acrisolado por los embates de la injusticia convertida en derecho, que lo había tenazmente martirizado.
Entre tos y tos, el hombre se durmió, alegre por haber compartido este momento inesperado, sin saber que en ese rato de diálogo espiritual me había enseñado el lado oculto de la pasión de quien por amor se entregó en una cruz para dar vida al mundo. Me había permitido comprender lo que falta a la pasión del Mártir del Calvario, como decía el Apóstol.
Nuevamente recorrimos los callejones desiertos hasta dar con el punto de partida y retirarnos al sueño y al descanso.
Al alborear el día, en forma más vehemente que en la noche anterior, el joven mensajero me llamó nuevamente en voz alta desde el umbral de la puerta.
Era para anunciarme que, en horas de la madrugada, el cañero, en visita sorpresa del Señor, había recibido el documento de inscripción en el libro de la Vida.