A media edad, Ricardo Valdivia, fruto de una inimaginable casualidad, descubrió que tenía el don de morirse a voluntad. Algo irracional y absurdo, pero eso estaba en su naturaleza y era una realidad sólida. Un caso único, misterioso y que solo un hombre bíblico había experimentado.
El descubrimiento lo volvió un hombre distinto. Podía detener la vida por el tiempo que se propusiera, luego de varios experimentos logró un control pleno; y viajaba de ida y vuelta, rumbo a lo desconocido, sin problemas.
En honor a la verdad, no se trata de una muerte pura y simple. En esa dimensión sólo queda suspendida la respiración, el impulso de la sangre y los latidos del corazón; y luego de lo comprometido se siente libre, porque el cuerpo y su cerebro no se corrompen.
En cada viaje a esa dimensión de sombras desafiaba todas las leyes de la naturaleza; incluso, sobrepasaba el tiempo que puede permanecer muerta una persona sin oxígeno en el cerebro, y desde ese estado absoluto de inconsciencia volvía a la vida, abría los ojos, respiraba de nuevo, con normalidad y totalmente lúcido.
El viaje y todos los experimentos asociados los hacía sin testigos. No quería exponer de manera pública ese don maravilloso de morir y regresar de nuevo a la vida. No quiere hablar con nadie de las maravillas y los tesoros existenciales que hay en ese otro mundo. Tiene miedo de comprometer su condición.
Antes del viaje sembraba la idea en el cerebro del tiempo que estaría fuera de la vida y programaba en su mente profunda el momento del regreso.
En el tránsito su reloj biológico se mueve de manera sincrónica y rigurosa, paso a paso, con la muerte. Y ese mismo reloj lo devuelve de nuevo a la vida, sin retraso.
El viaje se resumía en una total ausencia de emociones. Nada específico en qué poner su atención durante su muerte calculada. Era una presa bajo el dictado de un tiempo comprometido. Y, por tanto, su atención la veía reclamada, a vuelo de mariposa, en todos los ámbitos.
Un día se dio cuenta que algo estaba fuera de su control: con cada viaje que emprendía se había vuelto adicto a morir y renacer. La necesidad de viajar se hizo más frecuente, incontrolable; y cuando regresaba hacía un balance de los efectos funestos.
En principio no se dio cuenta de los indicios. Así que, cuando se percata, buscó respuestas y pronto las descubrió. Ante el espejo, la imagen mostraba su rostro intacto, limpio, sin máculas, arrugas o líneas pronunciadas de expresión. Era el dueño de un rostro con una edad inalterable. En cambio, su cuerpo empezaba a resentirse silenciosamente. Hizo los cálculos y terminó abatido, sin horizonte, apesadumbrado y con intención de suspenderlo todo, pero sin la convicción de que podría lograrlo.
El reloj del destino, sin darse cuenta, lo había traicionado silenciosamente. Descubrió, luego de cálculos y ajustes razonables, que en cada viaje a la muerte menguaba su vitalidad y envejecía cinco años.
En ese momento se dio cuenta que un temor inmenso, incontrolable, arropó su corazón. No tenía que ver con la muerte. Temía que luego de agotar todos los viajes de regreso se quedará atrapado, adherido a la vida, permanentemente. Sin poderse escapar.
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Rafael García Romero
Rafael García Romero. Novelista, ensayista, periodista. Tiene 18 libros publicados y es un escritor cuya trayectoria está marcada por una audaz singularidad narrativa, reconocido como uno de los pilares esenciales de la literatura dominicana contemporánea. Premio Nacional de Cuento Julio Vega ...