MANAGUA, Nicaragua. El sol penetró con intensidad por los ventanales de la habitación esta madrugada. Pensamientos, ideas y recuerdos ocupaban mi mente mientras observaba las casas del vecindario, todas ellas en un orden impecable, el intenso verdor de los árboles tan hermosos y cuidados como los arbustos bellamente florecidos, las calles tan limpias y ordenadas, el discreto manejo de los conductores, el cerrado silencio.
No niego que pensé con tristeza en mi país. Porque el aire que aquí se respira es de sosiego y de tranquilidad. El silencio es casi absoluto porque los vecinos son comedidos y discretos y piensan primero en los demás. Resulta admirable que nadie se exceda con el volumen de la música o escandalice.
La celebración de los días festivos es, siempre, muy apacible y silenciosa, casi imperceptible. La familia y los afectos sinceros ocupan el primer lugar. Y eso no requiere del escándalo ni del bullicio desorganizado.
Los residentes celebran sus encuentros navideños en la intimidad del hogar. Los adultos conversan discretamente mientras los niños juegan sin hacer ruido.
La vigilancia en las calles es sutil, pero uno la percibe. Hombres uniformados cruzan en bicicletas armados con sus escopetas calibre 12, pero su presencia es casi invisible. Si usted los llama, responden en cuestión de segundos. Siempre serviciales, respetuosos, discretos, extremadamente amables.
En el cielo nicaragüense hay pocas estrellas.
Uno redescubre que este silencio y este respeto por los demás reconforta el espíritu. Nuevamente pienso en el país que nos vio nacer y se apodera de mi interior una profunda tristeza. Hoy es domingo navideño por lo que, creo, son pocas las personas que leerán estas palabras.
Me pregunto dónde han ido tantas conductas y costumbres que aprendimos en nuestro hogar, en aquellas escuelas públicas ejemplares, en aquellos colegios regidos por sacerdotes y monjas tan estrictos, lo que nos enseñaron nuestros padres, tíos, abuelos, vecinos.
En la sociedad dominicana hay muchos ámbitos donde se preservan costumbres y actitudes loables. Pero la verdad definitiva es que en muchas cosas hemos fallado, principalmente en lo que alguna vez se denominó orden social, respeto, convivencia, coexistencia.
Las malas actitudes y las peores conductas han ido ganando terreno y aunque hemos preservado ámbitos de decencia, de honradez, de respeto, lo cierto es que esas virtudes han perdido terreno y es preciso reflexionar y proceder para recuperar lo que una vez fuimos.
Me refiero a padres e hijos ejemplares, vecinos que eran como la propia familia, niños y niñas que actuaban como tales, adolescentes que respetaban a sus mayores, y crecían y se desarrollaban alejados de la maldad, del vicio, de la perversidad, de los malos hábitos y los peores hábitos y costumbres.
¿Cuán difícil nos será recuperar lo perdido? ¿Existirá alguna figura pública de auténtica relevancia que esté pensando sinceramente en asuntos de esta naturaleza?
Uno visualiza en el horizonte que los amigos, abundantes alguna vez, se han ido reduciendo o alejando y que ya no son tan amigos como una vez fueron. Los diálogos y encuentros han perdido su calidad y entereza.
El amor familiar no se manifiesta como en otros tiempos. La lectura, las conversaciones iluminadas, el carácter, el amor, los sentimientos auténticos, los ideales han ido perdiendo terreno.
Las virtudes de otros tiempos han cedido sus espacios. Ahora, cuanto predomina es el tigueraje, la simulación, la hipocresía, la falta de entereza y de integridad, los apetitos, el vicio, el engaño, la mentira.
A cada instante uno tropieza con manifestaciones de esta naturaleza y cada desencuentro nos roba la paz, el respeto, la decencia, nuestra condición humana de otros tiempos.