Miro y escucho a esta pobre mujer y me resulta imposible no hacerme eco de su dolor y sus lágrimas. Tiene los párpados escandalosamente inflamados, y su actitud resignada e incrédula es la propia de quien ha sido abatido por una gran tragedia. Desbordada por el desasosiego, le resulta difícil asimilar cuanto ocurre.
Se dirigía a su trabajo cuando aquel sujeto salió de un matorral: ojos turbios, la piel como la noche, los labios abiertos, el gesto infame. La arrastró al monte.
Trató de luchar, pero sin éxito. Al ser cuestionada luego no quiso hablar de todas las maldades a las que fue sometida.
Estaba ciega: el desalmado le introdujo los dedos pulgares en las órbitas de sus ojos y le gritó en un lenguaje satánico: “no volverás a ver”.
No es un relato imaginario. A esta pobre mujer un haitiano le arrebató la luz de sus ojos. ¿Acaso no se trata de una acción tan perversa como la ocurrida a Cielo, salvajemente mutilada, y a decenas de hombres, mujeres y niños asesinados por estos sujetos?
Este es otro capítulo de un programa en el que las denominadas “primarias” electorales representaron una estremecedora evidencia de que la institucionalidad hace mucho que se nos fue de las manos.
La maldad reinante se propaga como una epidemia. Se está perdiendo lo que restaba de honor, de fe, de confianza. Gente que alguna vez tuvo fama de honorable ha asumido conductas innombrables. La decencia, la prudencia, la honestidad han sido arrojadas al muladar.
Se rechaza a Dios, a la patria, a la libertad, y se procura, primero ocultamente y luego de forma expresa, desterrar los símbolos de tales creencias. Se desprecian, adulteran y rechazan nuestros afanes históricos. Se desdeñan ideas y principios que son parte de nuestro carácter nacional.
Han arrastrado el país a la quiebra y la catástrofe. La depredación y el pillaje han desbordado todos los límites. No hay comedimiento. La deuda crece, se liquidan las instituciones, se matan ríos y bosques, el saqueo no tiene nombre. Se anulan símbolos y valores.
Un ejercicio cívico se transforma en una devastadora muestra de perversidad y corrupción. Nadie está a salvo.
Mientras, pensionados y sus familias, hambrientos y desamparados, no pueden ni cobrar los centavos de sus pensiones, 1,700 millones de pesos acumulados con sangre ahora resultan el botín particular de los aprovechados de siempre.
¿A quién le importa la suerte de los desheredados de la fortuna y del poder? Arturo Martínez Moya se escandaliza ante los daños económicos provocados por el desasosiego.
Al once de octubre, dice, el peso sufrió una depreciación de 5.8, “superando en 1.6 puntos porcentuales lo que sucedió en los mismos meses del año 2018”.
El editorialista del “Hoy” se queja del desperdicio de los recursos oficiales, una acción “que da a entender que cualquier cosa vale cuando el poder es el objetivo central”.
La inversión en viviendas representa un 0.03 por ciento del producto bruto interno, las exportaciones, la industria, el turismo y el comercio decaen.
Apenas hay un cuarto de cama para cada mil personas, se incrementan los asesinatos, robos y suicidios, los apagones, la falta de agua, los accidentes de tránsito, la descomposición y la violencia intrafamiliares.
Se multiplican los enfermos y las muertes y mutilaciones provocadas por haitianos. La descomposición social avanza de forma incontrolable. A esos niveles de degradación y desorden social hemos llegado. Y lo que nos falta por ver, todavía.