Miro esta dama cuyo rostro se nos oculta tras una máscara de papel, amplios lentes de sol y un sombrero. Lleva guantes blancos y un oscuro abrigo de primavera mangas largas.
Cuando nos habla, su voz se siente perturbada por la ira, el desasosiego, la tristeza.
Le resulta difícil confesarnos su honda preocupación, pero hace el intento.
Entonces, pieza tras pieza, se quita cada aditamento y ese rostro que observamos ahora es el de la desesperación y el miedo, de una frustración y una amargura tan profundas que nos hace derramar un río de lágrimas.
Es una dirigente del partido oficial de San Francisco de Macorís. Sus palabras conmueven y aterran.
En estos días en que la sensibilidad está a flor de piel y nos miramos al espejo con un miedo opaco y doloroso que se desdibuja como un fantasma al acecho, es preciso que observemos nuestro interior y nos hagamos todas las preguntas.
Esa ciudad, histórica e indomable por sus luchas contra la opresión, está arrodillada por el virus asesino cuyo presencia, se dice, ha pasado aquí a la “etapa comunitaria”. Está en todas partes. Aumentan los muertos cada día. La situación es tan peligrosa que ha sido aislada y clausurada. Nadie entra ni sale.
Un cerco militar se ha tendido a su territorio.
Esta dama habla de la inasistencia oficial que todos aguardan con desesperación. Los médicos, paramédicos y enfermeras están dispuestos a entregar sus vidas y enfrentar a este demonio omnipresente y asesino del virus. Pero los recursos no han llegado. La gente sigue muriendo.
Las noticias son desalentadoras. Figuras públicas de relieve de la política, del arte popular, de las letras, caen una tras otra derrotadas por esta nube oscura, similar a aquella maldición bíblica contra los primogénitos de las familias aristocráticas.
Hay advertencias drásticas aconsejando evitar el roce social.
Las ciudades se vislumbran solitarias y recogidas. Apenas se menciona el tema de las elecciones.
Se habla de endurecer el “toque de queda”. La especulación con los comestibles es espantosa, las filas frente a los comercios son de horas. Los parámetros económicos y financieros locales y globales resultan alarmantes. Muertos e infectados se cuentan por miles. Salvo en China y Corea del Sur, el virus no parece disminuir sino acelerar su desenfado asesino. Hay asomos de histeria.
Francamente no creo que estas historias calificadas como conspirativas cuando se habla de sus orígenes sean pura especulación. La presunción de una fría y satánica elaboración genética aumenta. ¿Casualidad? ¿Accidente? Las consecuencias: Una declaración de estado de alerta universal.
El peligro es descomunal.
Los dominicanos nos encontramos en un estado de postración y desmoralización sin precedentes.
Desbordados por el miedo y la angustia. No se visualiza un fin previsible para esta situación inédita que nos mantiene en estado de terror y de parálisis.
Ojalá se pueda, alguna vez, analizar con justicia el manejo oficial de esta crisis.
Por ahora se impone que se ponga el empeño en proporcionar al ciudadano el respaldo obligado para impedir que la enfermedad se extienda: atención médica rápida y oportuna, abundancia de medicamentos y alimentos. No es momento de burda politiquería, de conductas corruptas ni de posturas electoreras.
El gobierno no debe proceder a solas.
El liderazgo nacional debe exigir fórmulas de consenso, alternativas y opciones para hacer frente a esta situación devastadora. El propósito es el de evitar mayores sufrimientos que los que ya padecen millones de dominicanos.
Se debe pensar en el futuro con una visión nacional. Son aterradores los momentos que nos aguardan tras la presencia –uno no sabe hasta cuándo- de esta realidad asesina que no parece detenerse ante nada.