Todo ocurrió en milésimas de segundo, en un abrir y cerrar de ojos. A la velocidad de un rayo y con gran desparpajo, dos individuos, que no se si eran jóvenes o adultos, pasaron por mi lado simulando que me iban a atropellar con la motocicleta que ocupaban y, en medio de mi reacción para evitarlo, materializaron su real propósito: arrebatarme la cartera.
Para lograrlo, el que abordaba la motocicleta en la parte de atrás, con las manos sueltas, descargó toda su fuerza para desprender la pequeña cartera que cruzaba mi torso y en la que, naturalmente, tenía todas mis credenciales y otras pertenencias.
Mis dos compañeras de trayecto, Petra y Wanda, escucharon el ¨crac¨ de cuando esos mequetrefes, delincuentes, vagos y desalmados me desprendieron la cartera y un collar.
Ellas creyeron que los bandidos me habían roto el brazo izquierdo, que fue el lado que me violentaron, dispuestos a arrastrarme por toda la vía, aunque, gracias a Dios, esto no se produjo.
Quedé en shock. Me desestabilizaron. La velocidad fue tal que en el instante ni siquiera me percataba de lo que había vivido. Sentí un sacudión, un jamaqueo, como si se registraba un terremoto. Después fue que reparé en el asalto.
Ocurrió en un soleado domingo de junio, un poco antes de las 11 de la mañana, en la calle Manuela Diez, esquina avenida Juan Pablo Duarte, cuyos nombres honran a madre e hijo, símbolos de redención y patriotismo que construyeron y escribieron con entrega, honor y sacrificio la historia de República Dominicana.
Hoy, ese entorno, como muchos otros de la zona norte de la ciudad de Santo Domingo, es un desordenado mercado, en el que los asaltos se suceden uno tras otros, a los ojos de todo el mundo, sin que a nadie parezca preocuparle.
Y, si el asalto fue lacerante, no menos lo fue la confirmación de que, por mucho que queramos decir que el país comienza a tener “una nueva policía”, la realidad nos golpea en la cara.
Tras hacer un recorrido, sin éxito, por la zona en la que fui asaltada, confiada en que los ladrones hubieran lanzado, por lo menos, los documentos en cualquier rincón o en uno de los muchos vertederos que la identifican, decidimos ir a un destacamento cercano de la Policía Nacional: ¡Ay, mi madre… “comienza la segunda del noveno!”.
Un joven, profundamente desganado, con oídos tapados con audífonos, y voz inaudible, porque la maneja entre dientes, después de explicarle mi objetivo de presentar una denuncia, por entender que no tenía elementos para formular querella, se dirige a la parte trasera del local, donde, al parecer, había alguien que podía orientarlo.
“Señora, no podemos atenderla, porque el jefe del Dicrim (Dirección Central de Investigaciones Criminales de la PN) no está aquí y eso le corresponde a él”, me soltó, sin brindarme ninguna opción.
Le referí que no solicitaba la acción de ese organismo policial, que solo quería que la autoridad competente hiciera constar que yo había quedado desprovista de documentos.
Pensó por unos segundos y, entonces, me espetó: “Okey, se lo voy a hacer, pero va a salir como que se le perdieron, no que le robaron”.
Lo que me ocurrió el día 5 del corriente mes, fue uno más de los tantos robos, que probablemente no van a las estadísticas de la Policía Nacional ni del Ministerio Público, ni del Ministerio de Interior y Policía.
Pero esos, también, dejan huellas pesadas, negativas, espeluznantes en quienes viven el episodio, en quienes lo observan y en quienes, al final, se convierten en reos del miedo.
Prontas gestiones y gran solidaridad de familiares, amigos y colegas permitieron que nuevamente posea mis documentos. Me los expidieron en cada instancia con agilidad y presteza.
Sigo con la muy clara convicción de que en el país y fuera de aquí, “los buenos son más” y que un par de rastreros, insolventes e inmorales, no van a modificar mi visión hacia los jóvenes, hombres y mujeres, que día a día se entregan por entero para que haya cada vez más una mejor convivencia.
A ellos, que están por todas partes y que, en ocasiones, también son víctimas de los perversos, les tributo mi apoyo y reconocimiento y la apreciación de que en ellos descansa el destino propio, el de la familia y el de su sociedad. Cifro la esperanza de que nada ni nadie les haga torcer su correcto camino. Con ellos me quedo.
Las autoridades deben ponerse las pilas y pensar lo que, estoy segura, ellos saben más que nadie: haciendo siempre lo mismo que han hecho, nunca obtendrán resultados diferentes. ¡Es hora del cambio, pero ya!