Resultado de la teatralidad de la política y del desconocimiento de la ética, el Senado de la República, siguiendo un guion preestablecido desde altas esferas del poder político, escogió la semana pasada a los miembros, titulares y suplementes, de la Junta Central Electoral (JCE) para el período 2020-2024.
Los partidos Revolucionario Moderno (PRM) y Fuerza del Pueblo (FP) ejercieron la mayoría calificada con que cuentan para estructurar un órgano que representa la garantía de la identidad, la soberanía y la democracia del pueblo dominicano. Conforme al Partido de la Liberación Dominicana (PLD), excluido de toda posibilidad de ejercicio democrático, la decisión se fundamentó en la “paga de favores políticos”.
En un Estado Social y Democrático de Derecho, como consagra la Constitución que es la República Dominicana, de ser cierta esa acusación, sería una cuestión grave y un atentado a la institucionalidad democrática.
Nadie discute que la selección de los magistrados Román Jáquez Liranzo, Rafael Armando Vallejo Santelises, Samir Chami Isa, Dolores Fernández y Patricia Lorenzo, fue legal, independientemente de que los 28 senadores que votaron a favor desempeñaran la función de títeres, manejados por dos hábiles titiriteros a quienes no les importó que un millón y medio de ciudadanos y ciudadanas de los que acudieron a las urnas, en julio de este año, no estuvieran de acuerdo con esa imposición política. Si bien es cierto el aspecto legal de la decisión, también queda clara su carencia de legitimidad democrática y cuestiona la ética de títeres y titiriteros.
Hace mucho tiempo, en el siglo XVIII, el filósofo Jean-Jacques Rousseau, planteó el tema de la legitimidad y la importancia de los actos legítimos. Según el Diccionario Electoral, Tomo II, del Instituto Interamericano de Derechos Humanos: “Rousseau asienta la legitimidad sobre el principio de soberanía del pueblo, entendiendo que la manifestación de éste expresa la voluntad general”.
Y agrega: “En el razonamiento de Rousseau, la voluntad general se constituye en la fuente de ley y del poder de establecerla, trasladando al legislador la representación del conjunto del pueblo”.
Entonces es obvio, a partir de la abstracción anterior, que al PLD, como parte importante de la representación popular, se le debió dar parte en el derecho de estructurar el máximo órgano electoral del país.
A partir de esa desagradable experiencia, se podría predecir que, en la selección de los jueces de otro órgano electoral relevante, el Tribunal Superior Electoral (TSE), prevista para junio del próximo año, se procedería con una imposición similar a de la JCE.
La Constitución de la República confiere a la JCE la facultad, en los artículos 211 y 212, de organizar, dirigir y supervisar las elecciones, garantizando la libertad, transparencia, equidad y la objetividad de estas.
De manera particular, en el párrafo IV, del artículo 212, establece: “La Junta Central Electoral velará porque los procesos electorales se realicen con sujeción a los principios de libertad y equidad en el desarrollo de las campañas y transparencia en la utilización del financiamiento.
En consecuencia, tendrá facultad para reglamentar los tiempos y límites en los gastos de campaña, así como el acceso equitativo a los medios de comunicación”.
En las ocasiones en que el Senado de la República ha impuesto una JCE, la democracia dominicana ha pagado caro.
Quizás valga la pena refrescar lo dicho por Carlos Marx, en el 18 Brumario de Luis Bonaparte, siguiendo a Hegel, en el sentido de que los grandes hechos y personajes de la historia se repiten dos veces: “Una vez como tragedia y la otra como farsa”.