Carlos Santiago Nino, destacadísimo filósofo argentino del derecho y uno de los padres de la idea de la democracia deliberativa, entendía que la vida en democracia no es decidida únicamente por el día de las votaciones, sino por todo el debate que las precede, y que sirve para cristalizar la opinión ciudadana sobre los temas públicos.
Este proceso no tiene fin porque con cada ciclo electoral vuelve a presentarse el relajamiento y la intensificación de esas discusiones.
Es decir, junto con la selección de las autoridades gubernamentales, las elecciones cumplen el papel de marcar el ritmo del debate público.
En ese sentido, el actual proceso electoral, huérfano de discusiones sustantivas, no está cumpliendo uno de sus roles más importantes. No soy yo quien pueda señalar la causa del fenómeno.
Son muchas cosas que pueden influir y que requieren un análisis multidisciplinario. Lo cierto es que, al margen de la movilización y del contenido compartido en las redes sociales, casi no hay discusiones.
Quizás la única excepción sean los debates televisados organizados por instituciones del sector privado. A pesar de las limitaciones del formato, constituyen el punto de referencia más importante, probablemente el único, sobre las posiciones de los candidatos respecto de los problemas que interesan a la ciudadanía.
No es necesario que en un proceso electoral se manifiesten profundas diferencias ideológicas; después de todo, desde visiones parecidas de la sociedad se pueden proponer distintos énfasis en el diseño y ejecución de políticas públicas. Es algo más cercano al ciudadano común.
La ausencia de discusión ciudadana sobre los temas en cuestión no es sólo una falta de los partidos políticos. Al debate al que hacía referencia Nino contaba con la participación de toda la sociedad, no sólo de los candidatos.
En nuestro caso, incluso los medios de comunicación, generalmente muy chispeantes, lucen apagados.
Y son pocas las instituciones académicas que asumen un papel de liderazgo en el debate. Ni hablar de la sociedad civil que, con muy pocas y honrosas excepciones, parece haber entrado en un letargo mortífero.
Ojalá que esto sea un fenómeno temporal, producto del drástico cambio en el equilibrio del poder político. De persistir en el tiempo, nos enfrentamos a la posibilidad de una democracia absolutamente vacía de contenido. Eso, quizás, es también una de las causas que nos acercan a la apatía ciudadana y los peligros que ella implica.