Hay días que, en esencia, son días atípicos, extraños e imperfectos.
En realidad son infiernos cocinando minutos y horas de forma apacible, disfrazados y seductores; y tan parecidos a un día común que arrastran los mismos avatares cotidianos. El paso inexorable del tiempo impone los ruidos citadinos de siempre. Son días que logran confundirte; y aumentan tu obsesión, sin darte cuenta.
En el baño matinal el agua tibia y la espuma de jabón recorren el cuerpo todavía adormecido. ¿El olor? Normal, sin estridencias florales. Y en el desayuno dispuesto en la mesa a la hora de siempre hasta el café humeante parece la misma taza de café, con el aroma de todos los días.
Y resulta grato saber que hay nuevas huellas, desde la madrugada, en los viejos caminos. Y también alegra saber que, ofrecida al viento, muere pronto una lágrima en el rostro contraído por un dolor repentino y opresivo.
En el jardín vuelan las mariposas de flor en flor. El rocío se agita entre los pétalos y la variedad de colores. Y en la lejanía, el viento, igual, duerme, o susurra, entre las hojas de los árboles.
El nido de recuerdos, como golondrinas en desbandada, también te alerta. Hay días que son inútiles, dibujados en su redonda levedad, sin peso, de existencia fantasmal, igual que un espejismo palpitante, clavado en el horizonte, incierto y abrumador.
Hay días —dice una voz de origen incierto—, que te desnudan, cortan la respiración, desde los primeros instantes… el alba, dibujada de forma leve y, despacio, va transformando el horizonte en un nuevo amanecer.
El espejo no te engaña. Esa sombra devuelta a tus ojos eres tú, con tres días sin rasurarte y la mirada gris.
No habrá sol —dice el predictor del clima en la radio—, y tendrás que arreglártelas para que el día nublado no empañe más tu ya degradado destino, que no lo marque y asesine la primavera en la maltrecha pupila de tus ojos.
Y ese día resulta distinto el canto del ruiseñor que se guarece al pie de tu ventana. Y tampoco es igual la soledad que se despertó en la almohada, junto a ti.
La soledad, la soledad. Amaneció enorme, hoy. No puedes evitarla. Te mira en silencio. Un silencio aterrador que ya conoces. No le preguntas qué quiere, porque ya lo sabes.
Y sabes, además, que con un descuido te ataca. Abre violentamente tu pecho, arranca el corazón y se lo come, todavía ardiente y sangriento, con el hambre y la ferocidad de tres dentelladas. Tu corazón que amó y todavía ama, y que cuidas con tanto celo, porque en él está a resguardo el nombre y los recuerdos de una mujer.
Un tesoro ella, que te amó y amaste, pero un día solo quedó el aroma evanescente de su cuerpo en la cama. Mujer maravillosa, ella, que te bañaba con una dulce cascada de besos, pródiga en amaneceres apacibles. Ese olor a ella… y una hebra de su pelo —otro tesoro que descubres—, fina y frágil serpiente negra sobre la almohada al lado de la tuya, fría, forrada de blanco, para que no la olvides.
En la noche, sobre la almohada, la hebra negra toma cuerpo, se transforma en una hermosa cabellera, nutrida, suelta, con un mechón blanco, discreto. No te sorprendes cuando de la cabellera brota el rostro de una mujer de ojazos negros bajo el arco de las cejas bien marcadas, y clava en ti la mirada; y los labios, con una M sensual, bien definida, se abren y sale una frase:
—Nunca te abandonaré.
Y, luego, despacio, otra:
—No soy tu sueño.
Y tú, ¿tienes una pregunta? Sí, en tu cabeza ronda una pregunta que te inquieta. Las palabras ya nadan en la puna de tu lengua. No apartas la mirada de los dos ojazos negros que te miran.
El rostro con la cabellera negra y nutrida, se transforma ante tus ojos en una mujer joven y bella. Tiene un cuerpo esbelto, como el tallo de un girasol. Tu cuerpo —alerta los sentidos—, atrapa el olor de su cuerpo. El olor a su perfume de temporada; y los labios repiten de nuevo:
—No soy tu sueño.
En ese momento —ahogado el deseo de hacer la pregunta—, pensaste en la frase; y las cuatro palabras se convirtieron en el principio de un extraño e inimaginable proceso involutivo. Y, consciente de que no se trataba de un sueño, tomaste con el índice y el pulgar la hebra negra que estaba sobre la almohada. El impulso de un soplo certero la hizo volar, lejos de tu vista.