Cuando se reflexiona en los problemas que los seres humanos deben enfrentar en su cotidianidad, indefectiblemente me viene a la mente el libro del escritor descendiente de italianos Italo Calvino sobre “Los amores difíciles”. En la contraportada se nos presenta una pareja, mujer y hombre, cada uno de espaldas al otro.
En la presentación del libro se nos dice que las historias que lo integran “hablan “acerca de cómo una pareja no alcanza nunca a establecer ese mínimo vínculo afectivo inicial, aunque todo parezca favorecerlo”.
Incitado por la curiosidad uno revisa un estante tras otro -mi apartamento está repleto de ellos- y entonces termina por descubrir que el denominador común de tantas historias es que nuestra existencia está permanentemente saturada de conflictos, e incluso que la vida como tal se puede concebir como una sistemática resolución de dificultades.
Conflictos y desencuentros son consustanciales a la vida. Presencié, sin perderme un solo detalle, la reunión de la Organización de Estados Americanos (OEA) convocada para dirimir el problema creado por los haitianos en relación al desvío ilegal y unilateral del río Masacre.
El representante dominicano, el doctor Roberto Álvarez, formuló una exposición firme y coherente, desbordada de argumentos siempre a la búsqueda de una solución, sin descuidar ni un instante la firme actitud de defender los intereses de la República Dominicana.
La actitud de su contrario, representante del “estado” vecino, por el contrario, era hosca, dubitativa, poco coherente, nada amable. El canciller Álvarez se expresó en todo momento con coherencia y lógica, como el reconocido diplomático que es. Argumentaba con sapiencia y firmeza, teniendo como norte la búsqueda de soluciones y situando en primer término la defensa de los intereses de la República Dominicana, de manera consistente y documentada.
El diplomático haitiano procedía en todo momento de manera contraria: hosco, poco coherente, evidentemente una persona que no argumenta en función de los temas en discusión, sino exhibiendo en el rostro ingrato y descuidado la máscara de Tartufo y dejando tras sus palabras el rastro de un carácter imbuido de rencor, amargura y resentimiento, y cuyo propósito podría ser cualquiera menos el de buscar una solución razonable, valedera y consensuada.
A mi juicio, y salvo que Dios interponga sus buenos oficios, este problema difícilmente se resuelva por las buenas y ruego a Dios estar totalmente equivocado.
No es el estilo de esa gente, nunca ha sido de su interés. Resulta evidente que estamos frente a una diversidad de sentimientos equívocos y mucha ambigüedad. Más que buscar una solución, esta gente persigue hacer el mayor daño posible, obtener ventajas espurias y, por supuesto, seguir su campaña de descrédito sistemático de la República Dominicana en el concierto de las naciones.
Los haitianos persiguen hacernos quedar mal, presentarnos no como lo que somos sino todo lo contrario. Su actitud sistemática de siempre es la de conceptualizarnos como victimarios, contrario a que hemos sido víctimas de su odio, su machete, y su saña. Lo que se dirime en estas circunstancias es el honor, la razón, el motivo de ser de la nacionalidad dominicana, agredida y golpeada sistemáticamente por un pueblo que nos presenta una dubitativa sonrisa, pero, y es lo que dicen los hechos, nos envidia y nos odia.
La actitud del Estado dominicano debe ser firme e indeclinable en defensa de los intereses nacionales. Ceder, aún sea una pulgada en este lance, les costará un elevado precio a quienes así procedan. Esperamos que no lo olviden.