Cualquiera pensaría que el dominicano es un pueblo masoquista, que le gusta que lo golpeen.
A cualquier extranjero le resultaría asombrosa la pasividad de los dominicanos ante lo que está pasando en el país: aumento de precios de los productos de primera necesidad, alzas sistemáticas de los combustibles, un servicio de electricidad caro e ineficiente, muchos agentes policiales y militares corruptos que están como sicarios al servicio del narcotráfico.
Diputados y senadores que legislan a su favor y se autoasignan “barrilitos” y “cofrecitos”, que se pronuncian abiertamente a favor de las ejecuciones extrajudiciales, en violación a la Constitución y a otras leyes aprobadas por ellos.
Un país donde la presidenta de la Cámara de Cuentas declara públicamente que con el dinero que los corruptos se roban se haría otra república, y no pasa nada.
¿Quién creería que República Dominicana tiene más cónsules que China, Rusia y Canadá?
Es increíble que un país pobre como el nuestro se dé el lujo de pagar miles de dólares a unos “embajadores honoríficos” que no trabajan, solo por agradecimiento del partido de gobierno a uno de sus aliados.
Y todo esto sin que la gente pase de una simple murmuración. La ciudadanía no se inmuta, le roban lo suyo y apenas puja… y sigue aguantando, como si nada, como el burro acostumbrado a los fuetazos del carretero.
Algunos han llegado a creer que la indiferencia del dominicano, lo que en términos populares se conoce como “amemamiento”, se debe a que le han echado algo al agua que la gente se toma, pero eso es leyenda urbana.
Es cierto que República Dominicana está viviendo una especie de “España Boba”, aquel tristemente célebre período de nuestra Historia cuando la metrópoli dejó a su suerte a la que fuera su primera colonia de América.
En mi opinión, la apatía de la mayoría de nuestra población frente a los problemas colectivos y ante la maldad, la corrupción e ineficiencia de quienes históricamente han gobernado se debe en parte a la incredulidad de la gente, a tantas frustraciones al ver que “todos son iguales”.
Pero ante todo, la indiferencia ante los problemas que afectan al prójimo y a sí mismo se debe a la falta de conciencia. La estrategia de los sectores antipopulares dio los resultados esperados y hasta se les fue la mano: estamos ante una sociedad envilecida.
Sin embargo, no hay mal que dure cien años. Y si existiese aunque fuera un mínimo de conciencia en la población, otro gallo cantaría. La sociedad tiene que sacudirse.