En estos días un grupo de jóvenes ha propuesto que por ley del Congreso Nacional se retiren los restos del general Pedro Santana del Panteón Nacional, llevados allí en 1978, cuando el presidente Joaquín Balaguer cerró con broche de ignominia su gobierno de los doce años.
Aunque Santana siempre ha tenido defensores y discípulos, es él uno de los más siniestros personajes de nuestra historia.
Antinacional acérrimo, un semibárbaro, que ante la disidencia no conocía otra inclinación que la de represión y el fusilamiento.
Tan cruel que fue él quien, con la ejecución de María Trinidad Sánchez, justamente en el primer aniversario de la fundación de la República, inauguró el crimen político contra mujeres, raras veces cometido en nuestras luchas políticas.
El mismo que vendió la independencia a España y que ante el empeño del prócer Francisco del Rosario Sánchez por evitarlo con su expedición por la frontera, ordenó el fusilamiento de Sánchez y veinte compañeros más el 4 de julio de 1861.
Los horrores que rodearon esta matanza colectiva son de contarse en un escrito aparte.
En esa época ordenó el mismo Santana los baños de sangre de Moca y Santiago, respectivamente, contra quienes como el coronel José Contreras y Eugenio Perdomo, entre otros, se levantaron en hechos separados contra el designio de convertir la República en una provincia de ultramar de la corona española.
El Panteón Nacional se profanó y se convirtió en el lugar de reverencia y de reposo de las víctimas y sus verdugos. Junto a Santana comenzaron a reposar sus víctimas María Trinidad Sánchez, los hermanos Gavino y José Joaquín Puello y el general Antonio Duvergé, fusilados todos por Santana, “a verdad sabida y buena fe guardada”.
Más todavía, en el mismo mausoleo yacen los restos del general José Antonio –Pepillo- Salcedo y su victimario, el general Gaspar Polanco, quien en plena Guerra de la Restauración derrocó a Salcedo, lo sustituyó en el mando y ordenó matarlo sin juicio previo, en el oscuro campo de Maimón, lejos del centro administrativo del gobierno, al final de una trama montada con espantosa frialdad.
Así que, en buena lógica, uno de los dos sale sobrando en los nichos del Panteón.
Con tantos contrasentidos y empezando con la permanencia de los restos de Santana, hoy tenemos un monumento disminuido y maltratado en su dignidad, al que una vez habrá que desagraviar.