No existe en nuestra cultura ninguna fecha más relevante para pensar en el inicio de una nueva etapa de nuestra vida, personal y social, como el Año Nuevo, ni siquiera el Domingo de Pascua le gana en relevancia. Aunque mañana será un día más, igual que ayer, todos creemos que es una nueva etapa, una especie de nueva libreta con todas sus páginas en blanco. Contribuyen a reforzar esa sensación todas las fiestas que le anteceden, el doble-sueldo con su apariencia de mejora de los ingresos, las decoraciones y el leve descenso de las temperaturas en las noches.
Todo es ilusión, la tierra sigue girando sobre su eje y trasladándose en torno el sol.
Las cosas buenas que queremos hacer no deben esperar fecha alguna, se han de iniciar el mismo día en que tomamos la determinación de ejecutarlas, las malas que nos comprometemos a abandonar son cuestión del momento presente, sea la fecha que sea. Las grandes cuestiones de nuestra vida no se miden por días, ni por años, es más, simplemente no se miden.
Nuestra existencia individual y comunitaria fluye en el tiempo entre un surgimiento inesperado y un inevitable e indeterminado final. Es lo hermoso de existir, ya que nada más tenemos, porque es lo que somos, y al igual que fue gratuito su recibimiento, no hay motivo valedero para protestar por su final. Por tanto, lo que hay es lo que existe ahora y es lo que debemos prestarle atención.
El año que hoy comienza, igual que al anterior, no tiene naturaleza benéfica o maléfica, será lo que hagamos y dejemos de hacer. No existe creencia más nefasta que suponer que nuestras vidas son guiadas por deidades, fuerzas ocultas o las estrellas.
Somos libres por naturaleza y si no la ejercemos, otros se encargarán de ponernos en rumbos no escogidos, o peor aún, dejarnos al borde de la ruta existencial como simples espectadores.
O asumimos nuestro presente, o no nos quejemos de que otros nos empujen.