Gente que agoniza o muere. Las quejas, apagadas, la impotencia, la amargura. Voces que apenas se escuchan, enfermos de la pandemia que suplican sin fuerzas, que les quiten el entubamiento que se prolonga hasta los pulmones y que apenas si permite a los afectados respirar con gran sufrimiento.
Uno imagina el gesto desesperado, los jadeos y la agonía de la asfixia inminente. Otros, abatidos o desmoralizados por la dignidad herida, porque no pueden controlar sus intestinos.
Enfermeras y médicos que se afanan sin descanso, agotados tras horas infinitas desbordadas de ansiedad y riesgos, a veces impotentes ante el hecho de que, pese a sus desesperados afanes, no logran atender los numerosos llamados de quienes sufren, agonizan o sencillamente mueren frente a sus ojos.
Ellos mismos poseen un extenso prontuario de decesos, desolación, dolor, desesperanza y angustia que se multiplican a cada instante.
Es la aterradora descripción que nos hace de una sala hospitalaria donde se atiende a los enfermos de la pandemia el doctor José Joaquín Puello, un médico que nos honra con su honestidad y vocación de servicio.
La tristeza y el dolor nos doblegan y provocan una angustia inenarrable ante estas escenas de nuestros centros hospitalarios, pero que se visualizan en todo el mundo. Usted cierra los ojos y siente la ira y el rencor contra quienes, en su momento, permitieron que este mal cruzara nuestras fronteras y desatara entre nosotros las furias del infierno.
Recordamos, entonces, las escenas de esa niebla oscura y perversa que se desplaza con señorío mortal por los espacios abiertos de la ciudad liquidando a los primogénitos de las familias del Egipto antiguo.
La pandemia continúa provocando estragos en todas partes. No solo se trata del dolor que deja tras de sí. Ha provocado y sigue provocando daños graves a las economías y liquidando iniciativas orientadas a estimular el progreso, crear empleos, superar el subdesarrollo, quebrando las economías de países que, solo hace algo más de un año, eran un ejemplo de avance social.
Leer las cifras de los muertos y contaminados que ascienden a millones a nivel mundial y a miles entre nosotros es, en verdad, impresionante. Nuestro país, que libra una lucha sin descanso contra ese mal, tropieza con la renuencia de sectores ciudadanos que se rehúsan a tomar en serio una realidad que es de vida o muerte. Pienso en el “Castigo divino” del que nos habla Sergio Ramírez.
De verdad que no se trata de una ficción o una creación que pretenda limitar las libertades ciudadanas, o reprimir y silenciar las protestas, no. Es una realidad fría y mortal a la que hay que asumir con una seriedad solemne.
Los últimos datos de que disponemos -y que, tengo noticias, fueron ofrecidos también por el doctor José Joaquín Puello- es que las variables más peligrosas de la pandemia- las mutaciones brasileña y británica-, ya se encuentran presentes en 19 provincias del país.
Otras tres variantes se han detectado en pueblos y comunidades.
Pero de esas solo se registran hasta el momento brotes limitados, en tanto que las mutaciones más temibles y mortales se encuentran más extendidas.
Las autoridades realizan esfuerzos heroicos en procura de proteger al ciudadano y la vida humana, sin dejar de lado el proceso de normalización de la economía.
Una actitud responsable del dominicano es esencial para enfrentar este mal. Hay que vacunarse, hay que adoptar todas las medidas precautorias para impedir que los números crezcan. Si el ciudadano no coopera, ningún esfuerzo que se realice rendirá los resultados anhelados.
Recordemos los versículos bíblicos: “Y habrá clamor por toda la tierra”. “Y descenderán a mi todos tus siervos y todo el pueblo que está debajo de ti”. El momento es difícil y complejo, y hay que hacer conciencia clara de la realidad.