Parecía un inmigrante como cualquier otro.
Llegó a Nueva York luego de un largo y duro viaje de varios días con la intención de buscar fortuna para enviar dinero a la familia -madre y cuatro hermanos- que había dejado en su pueblo natal.
No sabía inglés y también, como tantos otros inmigrantes, fue acogido durante varios años en la casa de una hermana mayor que se había instalado en Estados Unidos antes que él.
Su legado, sin embargo, sería muy distinto al de otros.
122 años después de su llegada al centro de Castle Garden, en el extremo sur de Manhattan, su nieto se convertiría en el 45º presidente de Estados Unidos: Donald Trump.
Un emigrante económico
Friedrich Trump (o Trumpf, como fue registrado su apellido al llegar al nuevo continente) tenía 16 años de edad cuando el 19 de octubre de 1885 contempló por primera vez la bahía de Nueva York, donde por entonces aún se estaba ensamblando la Estatua de la Libertad.
Había hecho una travesía de unos 10 días desde la ciudad de Bremen a bordo del barco de pasajeros S.S. Eider.
Tenía un billete de steerage, una categoría equivalente a tercera clase, lo que significa que no disponía de un cuarto sino que viajaba en un espacio abierto en el que estaban todos los pasajeros juntos sin nada de privacidad.
«Tenía un catre para dormir y, en los días en los que el mar estaba en calma, recibía una comida. Nada sofisticado», cuenta a BBC Mundo Gwenda Blair, autora del libro The Trumps: Three Generations of Builders and a President (Los Trump: tres generaciones de constructores y un presidente).
Es poco probable que hubiera sido un viaje agradable.
Los pasajeros que viajaban en esa categoría pasaban casi dos semanas encerrados en un área sin baños, ni duchas, ni nada. Y cuando se mareaban, vomitaban en el sitio, algo que, según Blair, explica el hecho de que en aquella época se hablara con frecuencia del mal olor que tenían los recién llegados.
Trump viajaba solo, sin la compañía de ningún adulto, pero tenía un claro propósito.
«Era un inmigrante económico. No hace falta adivinarlo porque él dijo que emigró para ganar dinero para ayudar a su madre. Él y su hermana mayor enviaban remesas«, agrega la biógrafa, quien señala que luego otra hermana seguiría los pasos de ambos.
La familia tenía algunas tierras en Kallstadt, un pequeño pueblo vinícola que entonces tenía menos de 1.000 habitantes, pero quedaron con grandes deudas cuando el padre murió.
Ante las dificultades para pagar las cuentas y alimentar tantas bocas, Katherine, la madre de Friedrich lo envió a una ciudad cercana a aprender el oficio de barbero.
Luego de dos años y medio, trabajando siete días a la semana de sol a sol para pagar por su entrenamiento y manutención, el joven regresó a su pueblo solo para descubrir que Kallstadt era un pueblo demasiado pequeño como para necesitar otro barbero.
Enfrentado a un futuro poco promisorio y a la perspectiva de tener que prestar el servicio militar durante tres años, el joven optó por irse de casa una noche rumbo al nuevo mundo, dejando una nota a su madre en la que explicaba sus razones.
Minar a los mineros
Al llegar a Nueva York, Friedrich fue recibido por su hermana Katherine y por el marido de esta, Fred Schuster, también nativo de Kallstadt, quienes le acogieron en su casa en el Lower East Side de Nueva York.
«Entonces era una zona de la ciudad muy poblada por inmigrantes, en la que se hablaban muchos otros idiomas además del inglés, principalmente alemán. Sería como lo que hoy es el Harlem hispano para alguien que venga de El Salvador», comenta Blair.
Luego de trabajar como barbero esos primeros años, Friedrich abandona Nueva York para probar suerte en el noroeste.
Primero, se estableció en Seattle, donde en 1892 votó por primera vez en unas elecciones presidenciales, justo después de haberse convertido en ciudadano estadounidense.
En aquel entonces, el trámite de naturalización era extremadamente sencillo: solo se requería haber vivido 7 años en el país y aportar el testimonio de alguien que diera fe de que el aspirante tenía «un buen carácter».
Al nacionalizarse, también aprovechó para cambiarse el nombre. A partir de ahora se llamaría: Frederick Trump.
En Seattle también cambió de actividad económica, dejando el trabajo como barbero para dedicarse a abrir restaurantes y pequeños hoteles para atender a la gran cantidad de personas que estaban llegando a esa zona del país.
«Durante los siguientes 8 años, abrió varios locales de comida. Primero en Seattle y, luego, en el Yukón, en varias poblaciones donde se vivía la fiebre del oro. Él hizo lo que se llamaba ‘minar a los mineros’.
«Nunca trabajó en las minas sino que prestaba servicios a quienes lo hacían. Por eso se mudaba a los sitios donde ellos estaban», comentó Blair.
«Le terminó yendo muy bien. Cuando se fue del Yukón en el año 1900 tenía una fortuna que valdría el equivalente a unos US$500.000 en la actualidad», agregó.
Rico y deportado
Convertido en un hombre acaudalado, Trump regresó por primera vez en 15 años a Kallstadt, donde conoció a Elizabeth Christ, la hija de un vecino de la casa familiar que era 11 años menor que él.
En agosto de 1902, la pareja se casó y se mudó a Nueva York, donde nació su primera hija y Frederick volvería a trabajar como barbero y como gerente de un hotel y restaurant.
Pero Elizabeth extrañaba Alemania por lo que en 1904 retornaron allí con la intención de establecerse definitivamente.
Las cosas, sin embargo, no resultaron como estaba previsto.
En 1905, Frederick recibió una carta de las autoridades de Baviera en la que negaban su petición de repatriación y le ordenaban abandonar el país en el plazo de ocho semanas.
¿La razón?
Consideraban que su viaje a Estados Unidos, ocurrido 20 años antes, tuvo como objetivo evadir el servicio militar obligatorio, una falta que tenía como castigo la pérdida de la ciudadanía alemana.
Además, había incumplido con la obligación de notificar a las autoridades su intención de ausentarse del país.
Desesperado, Frederick escribió una carta dirigida a Leopoldo, príncipe regente de Baviera, en la que le rogaba que les permitiera permanecer en el país.
¿Por qué deberíamos ser deportados? Esto es muy, muy duro para una familia. ¿Qué pensarán nuestros conciudadanos si personas honestas tienen que hacer frente a semejante decreto?»
En el texto contaba cómo se había hecho rico en Estados Unidos y cómo sus vecinos de Kallstadt «se alegraron de haber recibido a un ciudadano capaz y productivo».
«¿Por qué deberíamos ser deportados? Esto es muy, muy duro para una familia. ¿Qué pensarán nuestros conciudadanos si personas honestas tienen que hacer frente a semejante decreto, sin mencionar las grandes pérdidas económicas que ocasionará?», escribió Trump.
Sus ruegos fueron en vano.
Para junio de 1905, ya estaban de vuelta en Nueva York.
Poco después nacería Frederick Christ Trump, el padre del actual presidente de Estados Unidos.
Tras el regreso, Frederick volvió a trabajar como barbero durante un tiempo hasta que inició un pequeño negocio de bienes raíces.
Comenzó a comprar terrenos y pequeñas propiedades en Queens, una zona de la ciudad que rápidamente se urbanizaría en los años siguientes y que sería la semilla del futuro imperio inmobiliario que él no pudo desarrollar al morir víctima de una epidemia de gripe en 1918.
Había llegado al país con una maleta y un billete de tercera clase.
Ahora dejaba a su familia bien acomodada. Como inmigrante había cumplido su sueño americano.