Un hijo con buenas calificaciones escolares o académicas constituye siempre un motivo de orgullo para los padres y más si se conduce en valores, pues tiene todas las posibilidades de ser un ganador, aun en contra de los modelos de éxito que imponen el tigueraje político y cierto segmento empresarial descarado.
Uno de mis tres mosqueteros –a quien no identificaré por no contar con su autorización- siempre está en cuadro de honor como resultado de su conducta disciplinada, metódica y de una inteligencia práctica, aterrizada en aspectos útiles.
Aunque permanece en el estatus denominado por su escuela “Honor Roll”, esta vez le faltó un peldaño muy cortito para entrar a “High Honor”, pues su promedio fue de 94.23, un 0.77 menos que el mínimo de 95 para situarse en ese estadio en el que ha estado en otras ocasiones.
En una conversación por el whatsap familiar, lo sentí algo afligido porque, sin dudas, para alguien tan competitivo como él puede resultar inadmisible no haber dado una milla más para alcanzar la meta.
En la búsqueda de motivos para entender el hecho, me llamó la atención la parte cualitativa de sus calificaciones, una descripción que –en mi interpretación- fue la clave del 94.23 que disgustó al joven.
La glosa –según mi elemental inglés- dice lo siguiente: “…continúa demostrando un fuerte trabajo ético como estudiante. Formula preguntas pertinentes en clases, se integra bien trabajando con sus pares, frecuentemente ayudando a algunos compañeros a resolver problemas en la clase de matemáticas. Necesita seguir focalizado en desarrollar sus habilidades sin dejarse distraer por otros”.
Si mi deducción es correcta y resulta que no pudo alcanzar 0.77 más por ser solidario, por ayudar compartiendo sus conocimientos, el 94.23 equivale a 100.
Le expreso, pues, toda mi admiración y le exhorto a que continúe trillando el camino de un buen ser humano y mejor ciudadano.
Esa cualidad desborda las notas escolares. Si no pudo alcanzar el “High Honor” esta vez, me inclino ante él y le rindo mi honor.