Un escéptico enamorado

Un escéptico enamorado

Un escéptico enamorado

José Mármol

Quienes han tenido la dicha de haber leído alguno de los volúmenes fragmentarios, sentenciosos o aforísticos de Emil Cioran (llegó a firmar como E. M. Cioran, incluso, como Emmanuel, sin que jamás se llegara a saber qué misterio encerraba la M) estarán convencidos de concluir, sin demasiado esfuerzo, que su vida y su escritura, una cuestión aparentemente dual, pero de una compacidad granítica tremenda, estuvieron suturadas por los hilos de la amargura, el tedio, la incredulidad, el descontento, la apatía, la destrucción creativa, la desesperación sin tregua, la melancolía y el sentido último de la inutilidad de la existencia.

De ahí que escribiera, al finalizar la Segunda Guerra Mundial: “La única esperanza del hombre es encontrar la esperanza”.

De origen y formación rumanos, publicó sus primeros trabajos filosóficos, místicos e históricos en su lengua materna. Sin embargo, llegado a París en 1937 para continuar estudios, el advenimiento del comunismo en su patria en 1945 le obligó a permanecer en el país galo en condición de apátrida, sin oponer resistencia a las veleidades y avatares de un destino que le fue cada vez más cruel.

Ese desarraigo frente a su anterior identidad, esa suerte de desvarío existencial no solo afinaron la agudeza de su pensamiento y escritura fragmentarios, sino que, de acuerdo con Christian Santacroce, dieron lugar a uno de los prosistas más finos de las letras francesas en la segunda mitad del siglo XX. Considerarse extranjero en cualquier país era una forma de elevar, según el propio Cioran, su estado jurídico a una calidad metafísica superior. Su patria fue su lengua.

Este hombre, para quien la existencia no es más que un ejercicio de tormento, este exégeta del aburrimiento y la angustia, este pensador singular y artífice inconfundible de la palabra escrita, para quien un sentimiento como el amor no significa más que el camino más largo hacia la muerte, un esfuerzo supremo por no cruzar el limen de la vanidad; este hombre, sin embargo, amó.

Supo amar la música, hasta salvarlo del suicidio; supo amar la poesía y la filosofía, y supo amar, primero, a su compañera sentimental de toda la vida, Simone Boué, quien moriría ahogada en el océano Atlántico, en su lugar de nacimiento St. Gilles Croix de Vie, dos años después de la muerte de Cioran en 1995, y segundo, se enamoró perdidamente de su admiradora alemana Friedgard Thoma, a quien conoció por intercambio de cartas en 1981, una actividad que se volverá febril y que duraría diez años, solo interrumpida por las visitas de ella a París y de él a Colonia y por las llamadas telefónicas cargadas de pasión y desesperación.

En una carta del 10 de mayo de 1981, en la que ya la saluda como “Mi querida gitana”, el poeta del insomnio, el funambulista de la amargura y pontífice del escepticismo escribe: “Desde que fui expulsado del paraíso, he pensado en usted cada segundo y no puedo pensar en ninguna otra cosa.” Agrega: “¿Cómo ha podido llegar un escéptico de profesión como yo a una actitud tan poco escéptica?”.

Apenas dos días después le escribe otra carta a Friedgard en la que le confiesa: “Todo lo que me distancia de usted es exilio”.

Dos días más tarde ella le responde: “Así que, querido Cioran: usted me arrojó en la clara inmediatez de una relación física, mientras que yo quería la ambigüedad erótica de la relación intelectual”. Ver “Por nada del mundo.

Un amor de Cioran”, Hermida Editores, Madrid, 2019, calzado con los nombres de Friedgard Thoma y Emil Cioran. ¿Apagaron el agua al fuego y al amor los años, como canta Sabina? Lo veremos.



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