SANTO DOMINGO, República Dominicana. No puedo negar esa sensación de extrañeza que me embarga al retornar al país donde mis ojos vieron la luz por primera vez luego de tantos meses en la ya tan querida Nicaragua.
Percibo, como los destellos luminosos de un estallido, que algo muy profundo ha ido cambiando en lo que somos como pueblo, y esa sensación penetra en nuestro torrente mental de forma incesante: con las personas con quienes me encuentro, amigos, conocidos y desconocidos que nos detienen en cualquier lugar donde nos encontramos.
Puedo palpar esa silenciosa efervescencia de la transformación que toca hasta las más sutiles fibras de la organización social. Este país, en el que el pueblo permaneció por muchos años como víctima de un destino cada vez más maleado y ominoso, ha decidido transmutarse en actor y coparticipe. La consecuencia es que en muchos contextos se desliza el parecer y el sentir de importantes estratos de la población.
Se trata de una multiplicidad de escenarios en los que resulta posible ser testigo de los cambios que nos afectan como personas o parte del conglomerado humano. El hecho objetivo es que uno puede hacer conciencia de que los dominicanos no son lo que una vez fueron y que, de manera creciente, resulta imperativa la presencia, la participación, y asumir que de verdad somos los responsables y artífices de nuestro destino.
Asumo y noto que la conducta de la gente ha ido cambiando, y en el vuelo de retorno al país uno se da cuenta de que en los anónimos compañeros de viaje la conducta es más sobria, centrada y meditativa que anteriormente. Sin dejar de ser quienes somos ahora se descubre un mayor silencio, los viajeros figuran más centrados en sus propios asuntos, la conducta dicharachera se ha reducido, la actitud es más introvertida y sobria. Somos los mismos, pero esos ánimos bulliciosos y esa dispersión y el proceder festivo, ahora, es mucho menos evidente…
Pensar, observar, leer, hablar en voz baja han ganado un mayor espacio y reflexiono que no es para menos. El dominicano ya no se da el lujo de ignorar que el destino propio y ajeno reposa en gran medida en su atención, en sus decisiones, en su actitud. Muy despacio transitamos el camino más escabroso y ahora asumimos consciente y gravemente que existe una dolorosa y amarga confrontación entre el bien y el mal y que esa lucha es más extensiva, profunda y personal de lo que cualquiera puede imaginar o creer o percibir.
Este país, su presente y su destino, el colectivo y el particular, el de nuestros seres queridos, el futuro mediato y distante, son responsabilidad de todos. Es obligatorio involucrarse. Uno lo siente en cada niño, en cada adolescente, en cada mujer y en cada anciano o anciana que se nos acerca y que nos ha reconocido en la multitud. De eso hablan.
Así, en contados momentos y pocas palabras, el ejercicio administrativo del presidente Abinader ha provocado un estremecimiento en la conciencia de la gente. El ejecutivo podría haber optado por una existencia en paz y al margen, disfrutando el fruto de su trabajo, en compañía de su esposa adorable (porque sin duda alguna que lo es) y de sus bellas hijas, pero no: decidió dar el paso al frente.
El presidente ha escogido un sendero de espinas y vidrios rotos con los pies desnudos. Para él es fundamental dar el ejemplo con el trabajo incansable, moldear positivamente la existencia de propios y extraños, su ejercicio esencial es el de sentar las bases hacia la creación de ese futuro con el que soñaron nuestros grandes e imprescindibles hombres y mujeres históricos.
Estamos en medio del fragor de la batalla. Las dificultades y problemas son muchos, pero es preciso armarse de coraje sin que cuenten las dificultades, los yerros conscientes o inconscientes, las maldades subrepticias de segundos y terceros que nunca faltan. Hay que dejar atrás y a un lado las conductas, posturas, debilidades y perversidades del pasado y entregarnos en cuerpo y alma a plasmar en los hechos el sueño de Duarte.
En el centro mismo de la tormenta estamos avanzando. No existen otras opciones que no sea la de librar la batalla más decisiva en pro de un porvenir digno para nuestros hijos y para cada mujer y cada hombre que han asumido su realidad: el reto de haber nacido en esta tierra. Se trata de un compromiso de por vida e irrenunciable.