En mi más reciente novela, “Rastros de cenizas”, un oficial vinculado a los servicios de Inteligencia, Enrique de la Paz, despierta aquejado por una sensación de desconcierto y desasosiego. Es la razón por la que se pregunta si sería víctima de un grave quebranto, o una rara enfermedad.
“Sentía la cabeza a punto de estallar y un impreciso malestar que se esparcía por sus entrañas, como si su organismo reaccionara a la dolorosa presencia de una sustancia venenosa”, se indica. Y prosigue: “Se humedeció el rostro con las manos y, de repente, se sorprendió al descubrir su imagen en el espejo. Sintió un mareo repentino seguido por una sucesión de débiles espasmos.
Su mirada se centró en los detalles de la propia fisonomía. Los ojos que lo escrutaban, curiosos, como si no fueran sus ojos”.
“¿Ese era él? Le importunaba esa imagen. ¿Quizás por la deformación que le provocaban los reflejos anormales y retorcidos de las luces? La inflamación y la corona de oscuridad que ensombrecían su mirada; las deslucidas arrugas; los prominentes surcos en la frente, y, los más notables, aquellos que se dilataban desde la nariz hasta los labios”.
“Confundido, se le ocurrió que era otro el semblante que se conocía desde siempre. Estaba frente a una inesperada metamorfosis…”
De La Paz es una de las figuras esenciales de esta novela. Es un hombre atormentado por un pasado errático y un presente y un futuro desbordados por las dudas y la angustia.
“Lo dejó perplejo el desequilibrio de su estado de ánimo. Su deber y obligación, en ese instante, eran centrarse en el análisis y la reflexión de las interrogantes sobre la muerte inesperada del señor Belarminio Ramírez y sus escoltas”, prosigue el texto.
Harold Bloom, a mi juicio el más acabado crítico literario conocido, en su tratado sobre Shakespeare, afirma que antes de él, “el personaje literario cambia poco; se representa a las mujeres y a los hombres envejeciendo y muriendo, pero no cambiando”.
“A veces esto sucede porque se escuchan hablar a sí mismos o mutuamente. Espiarse a sí mismos, hablando, es su camino hacia la individuación. Y ningún escritor, antes o después de Shakespeare, ha logrado tan bien el casi milagro de crear voces diferentes, aunque coherentes consigo mismas”, nos dice.
“Cuanto más lee y pondera uno su obra más comprende uno que la actitud adecuada ante ella es la de infinita sorpresa. Estas obras se ciernen más allá del límite del alcance humano, no podemos ponernos a su altura” afirma.
El oficial es autorizado a examinar la escena de un asesinato de alguien relevante. “Ramírez, como era de esperarse, vivía de manera espléndida.
El apartamento era de dimensiones extraordinarias. Desbordaba suntuosidad. Una decoración sofisticada y meticulosa que impresionaba a quien trascendía el umbral.
“En el corredor con techo a medio punto figuraban dos óleos de colores fríos iluminados por focos. En uno sobresalía la figura de un personaje de actitud inquisitoria, la sonrisa inescrutable, dubitativa, los ojos de un fulgor inusual, la mirada arrogante.
“Vestía una casaca de color azul, botones dorados y bandas azul cielo y rojo sangre. En sus manos reposaba un bicornio. Tanto la pose dominante como el vestuario, resultaba evidente, proyectaron en su mente la figura de Napoleón Bonaparte Emperador y puede que a los generales Franco y Trujillo…
“Centró de nuevo su mirada en la sonrisa impredecible, la presunción de intenciones retorcidas, obscenas y tenebrosas. En un segundo plano, tras una humareda gris y sombría, se vislumbraba una extensión plagada de desechos, viejos cañones estropeados, montones de cadáveres, palacetes quebrados y en ruinas, estatuas y monumentos devastados, un bosque arruinado por el fuego…”.