Un ayer que no volverá
MANAGUA, Nicaragua. Desde hace años, soy de la creencia de que estos días de Semana Santa resultan apropiados para la meditación y el recogimiento.
Puede que se trate del hogar en que nací, de las creencias de mis padres y familiares y de los centros educativos en los que cursé la primaria, la intermedia y la secundaria: los Colegios Don Bosco, regido por los padres salesianos; el Loyola, administrado por los padres jesuitas, y el Calasanz, por los padres escolapios.
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Mis padres no eran católicos practicantes, en el sentido riguroso de la palabra, yo diría ahora que eran católicos a medias. Como la generalidad de los dominicanos en esos entonces, eran más bien fieles, en general, a las creencias y prácticas religiosas y tenían por costumbre no conversar sino muy entrada la mañana del Lunes Santo, no subir la voz, permanecer muy tranquilos, en silencio y actitud recogida, como una manera de manifestar su respeto y amor por el cruelmente sacrificado Hijo de Dios.
Usualmente reservaban un día de la denominada Semana Mayor para viajar a la Basílica de Nuestra Señora de La Altagracia, levantada en la provincia de Higüey, a centenares de kilómetros de la ciudad de Santo Domingo, a fin de participar en las misas y ceremonias que tenían lugar en el magnífico templo levantado en el lugar en honor a la Virgen por los gobiernos de Rafael Trujillo y al que todavía acuden miles de dominicanos y extranjeros por una amplia variedad de razones.
Realizábamos el viaje en familia, en el auto Hudson de mi padre. La carretera, en esos entonces, era de tierra y muchos de sus tramos no estaban en buen estado debido a que en esa parte del país las lluvias y aguaceros eran y son abundantes hasta lo imposible.
Cruzábamos por poblados de caseríos tristes, con techos de palma, y gente muy necesitaba y actitud circunspecta que parecía temer a los visitantes. Recorríamos muy despacio, debido a los inconvenientes de la carretera, kilómetros y kilómetros precedidos por interminables sembradíos de caña de azúcar, dejando atrás cañadas, viejos y feos puentes de hormigón y metal y grandes e impresionantes árboles que despertaban nuestra admiración por sus dimensiones sorprendentes e intenso verdor.
Con frecuencia veíamos campesinos pobremente vestidos, descalzos o con rústicas sandalias de goma que se hacían a un lado desde que presentían o escuchaban los ruidos mecánicos de los autos, camiones, camionetas y viejos e incómodos autobuses.
El templo es de una arquitectura impresionante y se eleva, majestuoso, hacia el cielo azul surcado por nubes blancas que contrastan con su rústico, aunque elaborado color gris cemento.
Los espacios en torno a la iglesia estaban desbordados de personas de todas las clases sociales. Una multitud. Impresionaba la cantidad de enfermos e inválidos y de sus parientes que acudían al lugar a la espera de una cura milagrosa.
Los mendigos se contaban por centenares, así como los vendedores de artículos religiosos, dulces, frutas, recordatorios de la visita. La ceremonia religiosa era tediosa y muy lenta.
Se escuchaban los cánticos de los coros eclesiásticos y su agudo y ensordecedor eco, inducido por la estructura interior del templo.
Era forzoso hacer una lenta e interminable fila de horas para acceder a una pequeña escalera que, ya dentro del lugar, conducía al cuadro con la figura de la virgen protegido por una bóveda de hormigón y un grueso cristal que los fieles tocaban delicadamente.
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