El poder individual pretende perpetuidad y crecimiento. Muchas veces brutal y absurdo y con esto arma letal para el Estado constitucional. La medida del aumento del poder es la de mayor o menor concentración, con sus secuelas de abusos.
Los excesos producto de la densidad de un poder ilimitado fueron los que, en el siglo XVIII, dieron lugar a la Revolución francesa, poniéndole fin al feudalismo y al absolutismo. De aquí nace la burguesía que, “apoyada por el pueblo”, pasó a ser la clase gobernante.
También la opresión motivó la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica (EE. UU.), iniciándose con ello una forma de convivencia política y organización jurídica basadas en el reconocimiento de derechos individuales inalienables, la soberanía popular y la organización del Estado en poderes separados, con carácter y valor universales.
Lo ocurrido en las elecciones de los EE. UU. en 2020 reflejó como una nación, ejemplo singular de democracia, ha venido diluyendo su fortaleza institucional al abrigo de un Trump que parece desbocado.
Trump cree en el desbordamiento del poder y, en lugar de expandir la fuerza social, capaz de consolidar los derechos y el Estado ser su garante, pretende destrozarla con discursos y acciones deslegitimadores de lo que posibilita que un país logre su pleno desarrollo.
Trump perdió el poder en aquella ocasión. Ahora, luego de un retorno impresionante, ganó las elecciones y ejercerá nuevamente el poder. Con sus ya conocidas actuaciones, con él podríamos estar a las puertas del fin del poder de la última gran potencia mundial.
El reto ahora es lograr que los frenos y contrapesos de un poder ahora más concentrado en Trump, con los peligros que ello entraña, operen con independencia y pragmatismo, para contener a quien muchos entienden que se considerará, más que un inquilino, propietario de la Casa Blanca.
Con la nueva conformación mayoritariamente republicana del Congreso y de una mayoría conservadora -republicana- en la Corte Suprema, se perdió el equilibrio de los poderes, lo que parecería augurar el destrozo institucional definitivo de la gran nación norteamericana.
Ojalá que con su comportamiento, a partir de enero de 2025, Donald Trump calle las voces que vaticinan el fin de la historia -de la democracia- y el aniquilamiento de las instituciones, ejemplo de una democracia que, más que procedimientos, debe estar cargada de principios y valores.