Tres causales, democracia y religión

Tres causales, democracia y religión

Tres causales, democracia y religión

Nassef Perdomo Cordero, abogado.

El debate sobre las tres causales ha puesto de manifiesto tensiones permanentes y naturales de las sociedades democráticas.

Es normal que así sea; las discusiones sobre cuestiones delicadas sacan siempre a flote un aspecto de la democracia que nos gusta olvidar: la democracia no es un sistema de intereses y convicciones armónicas, sino una forma de administrar los inevitables conflictos que atraviesan a la sociedad.

La democracia reconoce que la vida en sociedad es la contienda constante entre visiones, puntos de vista y convicciones distintas. A veces antagónicas. Sólo las sociedades totalitarias aspiran a la uniformidad de las opiniones.

En el caso particular de las tres causales, la crispación ha crecido en las últimas semanas, relegando con frecuencia el debate de ideas a un segundo lugar. De cierta forma, es comprensible, si aceptamos que muchos se sienten atacados por la existencia misma del debate. Y ahí radica el error. Las tres causales no son un ataque personal a nadie, como tampoco a las convicciones religiosas de grupo alguno.

Y no lo son porque el Estado dominicano, a pesar del simbolismo del escudo, separa lo de Dios y lo de César, y no obliga a nadie a seguir los dictados de ninguna fe religiosa, como tampoco interviene en la vida religiosa individual. Ambas cosas serían la marca de un Estado totalitario, que no es el caso. Es precisamente esa neutralidad lo que permite el ejercicio de la libertad de cultos.

Que una persona defienda las tres causales no insulta ni desconsidera las convicciones religiosas de terceros. Las excepciones, que las hay, no hacen la regla. Y del mismo modo que pueden aparecer entre los defensores de las tres causales, los creyentes deben reconocer que muchos de los líderes y feligreses de sus iglesias hacen lo mismo, lo que no justifica la agresividad como recurso.

Las democracias, con su incómodo pluralismo, son el único sistema en el cual cada quien puede vivir en plenitud y libertad según sus dogmas de fe.

El único precio pagado es admitir que todos los demás gozan de igual derecho a sostener convicciones distintas.

Es respetable la mujer que por razones religiosas decide continuar un embarazo incluso si su vida está en peligro, si la criatura tiene malformaciones incompatibles con la vida o si ha sido violada; pero eso no quiere decir que esté obligada a hacerlo.

Parece contradictorio, pero no lo es: el derecho de cada cual de vivir su fe es inseparable del derecho de los demás a no tener que asumir la fe ajena, y menos obligados por el Estado.