Terencio, querido

Terencio, querido

Terencio, querido

Nassef Perdomo Cordero, abogado.

Es muy conocida, y manida, la frase “Soy hombre: nada humano me es ajeno”, de Publio Terencio Afro, dramaturgo durante la Roma republicana.

Proviene de su comedia “El verdugo de sí mismo” y es generalmente usada como expresión de la capacidad de las personas para la empatía, y del hecho de que las cosas que afectan a los demás nos afectan de una u otra forma a nosotros.

Sin embargo, no es ese el significado original de la frase, el pretendido por Terencio. En realidad, es la respuesta que da un personaje, Cremes, cuando se le reclama su gusto por el chisme. Es decir, no buscaba defender la capacidad para la empatía, sino el presunto derecho a entrometerse en la vida ajena. No articulaba una defensa de la virtud, sino del vicio.

En ese contraste entre los dos significados otorgados a la frase encontramos el mejor reflejo de los autodenominados guardianes de la moral cívica y personal que tanto empeño han puesto en estigmatizar a todo el que no se somete voluntariamente a su censura.

Y es que, de tanto señalar a los demás, crearon la expectativa de estar a la altura de los juicios que expresaban sobre la conducta ajena, transmutando –como ocurrió con la frase de Terencio– en visos de virtud lo que en realidad debió ser autocrítica.

Durante mucho tiempo condicionaron el discurso, fueron los guardianes de lo aceptable, los aquilatadores del bien y del mal e hicieron carrera atacando reputaciones ajenas. Pero los últimos años han demostrado que detrás de todo el supuesto brillo moral y cívico no había más que oropel y quincalla.

Eran lo que condenaban, y el contacto con el oxígeno de la realidad manchó irremediablemente el lustre del que hacían gala.

Está en el resto de los dominicanos no volver a hacer caso de espejismos que no sólo se alejan en la medida en que nos acercamos a ellos, sino que también nos distancian de la posibilidad de dialogar a pesar de las diferencias.
Mientras tanto, el tiempo, tirano implacable, ha demostrado que no era cierto lo que algunos vendían.

La selectividad de sus condenas, sus silencios estruendosos, sus hablares tan administrados y sus incoherencias dejan claro que, ciertamente, nada humano les es ajeno.



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