Es imposible negar que hoy simpatizo por el presidente Abinader. Estuve opuesto a él previo al 2020 y mejoré mi opinión por su desempeño ante la pandemia y parálisis económica mundial, combate al narcotráfico, postura frente al drama haitiano y excelente diplomacia.
Pese al endeudamiento y subsidios excesivos, el crecimiento y la estabilidad desde su llegada al poder han sido admirables, aunque el último año esos excesos cobran su precio inevitable. Siempre reivindico mi derecho a cambiar de opinión ante evidencia de haberme equivocado. Aplico a la vividura mis experiencias e intuiciones y un principio del método científico: no existen certezas absolutas y los avances dependen de la duda incesante.
No deseo dudar de su decencia, pues he sentido que Luis luce genuinamente motivado para dejar al país en situación mejor que como lo encontró. Muchas métricas demuestran sus logros. He criticado su incomprensible actitud frente a los fracasos de las quebradas EDE, la lentitud para aprovechar nuestra riqueza minera, el vergonzoso lawfare e inefectividad del Ministerio Público, el adanismo asnal de funcionarios, los retrasos educativo y de reforma policial. Hasta la voluntad se entapona. Es irritante que sus comunicólogos crean que esos problemas se resuelven en la prensa y las redes, en vez de faenando arduamente.
Ni Goebbels pudo así… Ahora, el escandaloso dolo en Senasa es un punto de inflexión, un parteaguas. Los locuaces jefes del PRM deben explicaciones. Lejos de “virarme”, como creen algunos, mi indignación es quizás la mejor manera de manifestar que deseo seguir creyendo en Luis. Al país —que no se acaba el 2028— le hará terrible daño que él termine malamente.
Abinader está obligado a demostrar que quienes creemos en él no hemos sido (again!) engañados por crédulos, por no decir cogidos de pendejos. Podría virársele el país casi entero.