Está circulando en las redes sociales un video de un hombre golpeando a su madre con un palo ante la mirada indiferente de vecinos que observan el hecho sin tratar de impedir una acción tan abominable.
La indiferencia se repite una y otra vez ante el maltrato a mujeres, a niños, a ancianos abandonados a su suerte o ante el que sufre.
Como diría Hesíodo, parece ser que estamos llegando a una Edad de Hierro, donde ya no hay padres para hijos, hijos para padres, hermanos para hermanos y amigos para amigos, y la indolencia y el irrespeto mutuo se convierten en lo cotidiano.
Una de las principales razones de los feminicidios justamente es la interiorización del tradicional consejo de que “en pleito de marido y mujer nadie se meta”, que hoy más que nunca se cumple al pie de la letra.
Una sociedad deshumanizada es el peor legado que podemos dejarle a nuestros hijos. La indiferencia no puede ser norma social. Eso no es progreso, es decadencia y atraso.
La indiferencia también es violencia. Decía Juan Montalvo que “no hay nada más duro que la suavidad de la indiferencia”. La dureza de la indolencia es la profunda irresponsabilidad que expresa.
Martín Niemuller nos recuerda que el precio que podemos pagar al ser indiferentes es que nos den a beber nuestro propio veneno:
“Primero cogieron a los comunistas, y no dije nada porque yo no era un comunista.
Luego se llevaron a los judíos, y no dije nada porque no era un judío.
Luego vinieron por los obreros, y no dije nada porque no era ni obrero ni sindicalista.
Luego se metieron con los católicos, y no dije nada porque yo era protestante.
Y cuando finalmente vinieron por mí, no quedaba nadie para protestar”.
Juan Pablo VI insistía en la interiorización del concepto de que “todo hombre es mi hermano”, invitando a la construcción de la fraternidad como camino de la paz.
Superar la indiferencia es el primer paso en la construcción de una auténtica comunidad. Lo que le pase al otro también debe ser mi problema y el de todos.