El banco comercial privado más importante de RD informó hace meses que en el 2023 ganó más de 30 mil millones de pesos y solo pagó de impuestos $7,384 millones, es decir, menos de un 30%. Pudo haber pagado $11 o 12 mil millones (entre 35 a 40%) y todavía habría quedado con 18 o 19 mil millones para ser repartidos, principalmente, entre siete u ocho grandes accionistas.
En nichos como ese es que el Gobierno debería buscar dinero, en vez de estar provocando la paciencia del pueblo dominicano con impuestos al café y otros artículos de primera necesidad, precisamente entre los sectores más pobres. Entre el segundo, tercero y otros bancos debe haber ganancias parecidas a las del primero, lo que quiere decir que el Gobierno podría captar, sin mucho esfuerzo, alrededor de 25 mil millones de pesos de unas cuantas entidades financieras.
Desde principios del siglo pasado se analiza en Europa, comenzando por los británicos, el predominio del sector financiero sobre otros de la economía. En RD eso es evidente desde hace alrededor de medio siglo y más aún desde la promulgación de la Ley de Seguridad Social, cuando la primera superintendente de Pensiones nombrada fue, precisamente, una vicepresidenta de ese mismo banco; lo que generó una protesta pública airada del presidente de otro grupo en competencia.
Los bancos se aprovechan de un dinero que no es suyo, el de los depositantes, en general; además de las grandes reservas de las aseguradoras y las administradoras de fondos de pensiones y de riesgos de salud que pertenecen, algunas con disimulo, a los mismos grupos financieros; es decir, las grandes masas monetarias están en sus cajas. Por eso las pensiones concedidas a cotizantes son tan pocas y tan de a poco, porque las ganancias financieras son extraordinarias; acentuando la desigualdad social.
Ante la opinión pública, una reforma fiscal solo tendría justificación si fuera para iniciar un proceso de redistribución de las riquezas, es decir, para cobrar más impuestos a los más ricos, bajar sueldos privilegiados de altos funcionarios, subir los de cientos de miles de empleados para cubrir al menos el costo de la canasta familiar de los que menos ganan, bajar los impuestos a los productos de primera necesidad, etc.
Hace más de medio siglo en el Cibao se decía: “Santiago, ciudad que trabaja y progresa”. Después se cambió la consigna: “Santiago, ciudad donde trabajan los pobres y progresan los ricos”. Lo que pasa en todo el país, demostrable con números y con lo que está a la vista, que no necesita espejuelos para verlo.
También una reforma constitucional debería estar dirigida en ese sentido, para sentar las bases de un proceso de redistribución de las riquezas. Esto significa actualizar el artículo 19 de la Constitución de 1963, referente a la distribución de beneficios de las empresas entre sus trabajadores, para precisar que las grandes distribuyan por lo menos el 25%, las medianas el 20 y las pequeñas el 15%. Solo con medidas así, que no son radicales sino de actualización de la Carta Magna del 63, se podría revertir el acentuado y peligroso proceso de desigualdad social que exprime a las grandes mayorías.
Es lo que se debería estar debatiendo en un ambiente democrático, respetuoso, de escucha a las diversas opiniones sobre los delicados problemas que los legisladores aprueban atropelladamente, como si llevaran caña para el ingenio; en vez de usar sus cabezas, no entregarlas a la cúpula de su partido, como lo advirtió Juan Bosch en La Mancha Indeleble.
El Gobierno ha creado un ambiente de presión a los más débiles, los haitianos; extensivo a los negros y mulatos que somos la gran mayoría de la población. Usar como cuco el miedo a un enemigo externo, real o supuesto, para influir en la política interna de un país es un viejo truco, tan viejo que lo analizó Aristóteles en La Política. Pero no por viejo deja de ser perverso y peligroso, aunque solo sea para distraer la atención de la población. Este Gobierno debería recordar la fatídica experiencia del régimen perredeísta del 1982-86. No es prudente provocar la paciencia del pueblo dominicano, aunque se tenga una mayoría legislativa de cuestionable legitimidad.