Hace ya un buen tiempo que Luis Ramfis Domínguez Trujillo, hijo de Angelita Trujillo y nieto del dictador RefaelLeonidas Trujillo Molina, exhibe en eventos públicos y privados su interés de revivir el trujillismo en la República Dominicana.
Ahora acaba de hacer público la constitución de una agrupación denominada Movimiento Esperanza Nacional, la cual, según él, agrupará a “dominicanos preocupados por el porvenir de nuestra abatida nación, que debe ser dirigida nuevamente hacia la restauración económica y el bienestar del pueblo, mediante la disciplina y transparencia en la administración pública”.
Sobra decir que el Sr. Domínguez Trujillo no está ofertando nada diferente a las propuestas de otros políticos que han aspirado o han dirigido la República Dominicana.
Pero su facilidad expresiva y su conocimiento de ciertos capítulos de la historia criolla, que él cuenta acorde con sus objetivos y acomoda a su manera, están obrando a favor.
A tal extremo que muchas de sus declaraciones públicas y escritos en la prensa dominicana y estadounidense están persuadiendo a sectores de la sociedad dominicana que ven en el retorno de la Era del Jefe la posibilidad de erradicar la descomposición social que hoy corroe al pueblo dominicano.
Obviando que el Sr. Domínguez Trujillo es de nacionalidad norteamericana, lo que le impediría gobernar un territorio foráneo y, además, la existencia de leyes que castigan la propagación del trujillismo en territorio quisqueyano, él, como hombre pensante nacido, criado y educado en un sistema democrático, tiene derecho absoluto a volar y soñar hasta donde sus alas y su imaginación se lo permitan.
Los sueños, como bien escribió el prolífico dramaturgo español Calderón de la Barca, sueños son.
No basta con despotricar contra el Sr. Domínguez Trujillo señalándole que la sangre manchada del abuelo que corre por sus venas lo haría actuar repugnantemente como éste. Eso es fanatismo político extemporáneo.
El asunto es más profundo, los dominicanos no debemos olvidar que los pueblos jamás deben sepultar su memoria histórica ni permitir bajo ninguna circunstancia el retorno de un régimen oprobioso que sometió a un pueblo completo a las más humillantes y nauseabundas vejaciones.
Por la inalienabilidad que trae consigo el derecho de expresión que le asiste a cada ser humano, permitámosle al Sr. Domínguez Trujillo caminar libremente por donde mejor le plazca, pero hagamos que su voz tenga la misma audiencia que Segismundo, ese monologuista calderoniano que cuando se percató de que nadie lo escuchaba, gritó: “Ay, mísero de mí”.