Nada se parece más a lo que acontece ahora en el país, que lo que le sucedió hace más de 60 años al fotógrafo Solón, en el municipio de Tamayo.
Cuentan que Solón, un artista de la fotografía y único fotógrafo del emblemático pueblo sureño que nació en San Cristóbal y que estaba radicado allí, fue sorprendido por un voraz incendio, en el momento que laboraba en su estudio fotográfico, ubicado en el segundo nivel de la casa de “madera de clavó” (pino tratado) propiedad de Anita Arias, tronco de una reputada familia del lugar.
La vivienda había sido alquilada a doña Janda, comerciante de descendencia árabe que se había instalado en la población. La llamativa vivienda y casa comercial estaba ubicada en la avenida Libertad esquina Belisario Oviedo, de camino al barrio Hato Nuevo.
El fuego se expandía y arropaba rápidamente el segundo piso. Según se apreciaba, atacaba por tres flancos posibles el laboratorio fotográfico y frente a la exasperante situación, Solón se asomó al balcón, desesperado, se sentía atrapado y sin salida. Comenzó a hacer desmanes, amenazó con lanzarse y que “sea lo que Dios quiera”.
La gente se aglomeró rápidamente. Veían impotentes como las llamas cerraban cada vez más el cerco al profesional de la fotografía que, ante la inaudita situación, comenzó a clamar por ayuda.
-“Solón, Solón, tírate, tírate de por Dios, te vas a quemar vivo, tírate hombre…”- les gritaban.
Pero no escuchaba, la tensión y el ruido de los vientos que avivaban las llamaradas atacaban con voracidad las maderas y le impedían escuchar. Solón, “largurucho”, de tez blanca, delgado se movía con agilidad de un lugar a otro, subía y bajaba la baranda del balcón, pero el fuego no daba tregua y crecía en él la desesperanza.
Parte del pueblo se había conglomerado en el lugar y le insistía que se lanzara.
-“Tírate, tírate, tírate”.
Ante la inminente tragedia, Solón subió de nuevo a la baranda del balcón y dijo:
-“¿Me tiro o no me tiro? Si me tiro me mato y si no me tiro… también me mato”. Y ¡pum!, se lanzó.
Pasados aquellos tensos momentos, la vida volvió a la cotidianidad. Los pueblerinos regresaron a las rutinas de los conucos, donde iban a sembrar plátano, batata, yuca, coco, guanábana, guayaba, anón y otros rubros. Los fervorosos católicos volvieron a sus misas domingueras, mientras otros aprovechaban su eterno ocio y acudían a pasear en el parque a ritmo de retretas, amenizadas por la banda municipal de música que dirigía el maestro Arturito Méndez.
Entre set y set, Cutúm, agricultor de pura cepa que se había hecho músico y tocaba la “Trompa” en la banda, practicaba irreconocibles acordes con este viejo instrumento, repetía las mismas notas hasta llegar hasta el hartazgo.
– –“ay tutúm,turúrururu… ay tutúm,turúrururu…ay tutúm,turúrururu
Como la Trompa y el trabajo agrícola servían para el sustento de él y de sus 12 hijos, algunos todavía pequeños, los pueblerinos dieron una interpretación jocosa a los devaneos musicales de Cutúm. Decían que éste, con las repetidas notas musicales de su instrumento, realmente decía:
-¡Cutúm dale moro a tus hijos, Cutúm dale moro a tus hijos….!
La comunidad, un pueblo de gente de vida apacible, veía transcurrir el diario vivir sin sobresaltos. Los habitantes se la pasaban yendo a los conucos a trabajar y los domingos aprovechaban para ponerse “la remúa” para irse a pasear en el parque o a bailar en el Bar Tamayo.
Se escuchaban allí viejos boleros románticos de Lucho Gatica, Roberto Yanés, Chucho Avellanet, Marcos Antonio Muñiz, o se bailaba a ritmo de pimientosos merengues “ripiao”. En la pista de baile los contertulios disfrutaban de la imponente figura del “Indio Enriquillo”, plasmado en una majestuosa obra pictórica del artista Lam Díaz, que colocada en lo alto, arriba de la vellonera, dirigía su mirada al parque.
A veces el volumen de la vellonera era bastante alto, lo que atraía a paseantes y a niñas, muchas de ellas en la flor de la adolescencia, que se escapaban de sus padres que creían que daban vueltas en el parque, cuando en realidad, entraban al Bar donde se daban cita con “sus noviecitos” para una bailadita y “furtivos besitos” que terminaron en inolvidables historias de amor.
El alto volumen de la vellonera molestaba el normal oficio de las misas y otros actos de la Iglesia Católica, ubicada casi al frente del negocio recreativo, pero en el otro extremo del parque.
La situación enfurecía al Padre Camilo Boesmans, sacerdote de origen belga que se había ganado el aprecio y respeto de muchos de los parroquianos, por lo cual se había erigido en conductor de buenas acciones, corrector de inconductas y malas prácticas de pueblerinos.
Uno, de niño, veía entonces al Padre Camilo como un gigante. Este hombre de tez blanca y algo más de seis pies, había nacido en 1920 en Bélgica, donde perteneció a la Congregación Corazón de María. Era “anticomunista, pro-norteamericano y con cierta admiración por Balaguer”, como lo describe el periodista, mercadólogo y académico Oscar López Reyes en su artículo “El Padre Camilo transformador de una barriada barahonera”, en el que narra las peripecias y aportes del religioso en la región, sobre todo aquel momento en que rechazó una propuesta de construcción de obras que le hizo el Generalísimo Trujillo para la iglesia del barrio Savica, en Barahona.
-“Padre, ¿qué necesita usted que yo le construya en su Iglesia?- le habría dicho el dictador. El sacerdote Camilo lo miró fijamente y, manteniendo la voz firme, le respondió: -Señor Presidente: ¡Nada!”, relató el periodista.
Ya dirigiendo la iglesia de Tamayo, Camilo detuvo la celebración de la misa en pleno domingo. Sin dar ninguna explicación, cruzó entre los feligreses, salió a la calle y atravesó el parque del pueblo. Se dirigió al Bar, entró allí en plena fiesta y apagó la vellonera, a la vez que dio algunos palmetazos ante la mirada atónita de los contertulios.
Se había quejado en las misas del alto tono de la vellonera. Decía que el ruido no permitía oficiar el rito religioso en paz, lo que llegó a exponer al dueño del antro, pero la situación persistió e hizo que perdiera la compostura y se dispusiera a silenciarla “con sus propias manos”. Regresó a la iglesia y continuó oficiando su misa con toda normalidad.
Se registró otro hecho en la que también intervino el sacerdote. En esa oportunidad los estudiantes recibíamos clases en la Escuela Apolinar Perdomo y aunque ese día no nos tocaba clase de religión, el Padre Camilo se presentó en el aula y sin siquiera saludar fue directo al pupitre de Alfredito, dando a éste una “tremenda” bofetada, mientras le enrostraba que había cometido una acción criminal.
-“Eres un criminal “carapicho”, mira lo que has hecho”, –dijo con tono encolerizado. Los demás niños observábamos impávidos, ya que no sabíamos a qué se refería el religioso. “Por poco matan a ese pobre hombre, eso no se hace…”, insistía, mientras halaba la oreja y amonestaba al estudiante. Manuel “Cricrí”, otro estudiante del aula que sabía que también sería sermoneado, salió huyendo y evadió el castigo.
Boesmans contó que el día anterior Alfredito y Manuel habían lanzado puños de arena a los ojos del conocido fotógrafo Solón, mientras éste se desplazaba en una motocicleta de camino para Vicente Noble.
-“Eso fue un acto criminal, no pueden hacer eso…”, arengó.
Solón, como se ha podido apreciar, tenía más vida que un gato. Se salvó del incendio porque se tiró a tiempo de la segunda planta del edificio y después escapó de la bellaquería de dos estudiantes.
De toda esta narrativa surge esta reflexión: ¿está ahora el país político en la encrucijada que enfrentó Solón durante el incendio? Al parecer, el tráfago político actual no nos deja otra alternativa, no hay para dónde coger y por eso, señores, ¡sálvese el que pueda! por aquello de que: “si me tiro me mato y si no me tiro, me mato también”.
*El autor es periodista.