Para nadie es un secreto, sin importar sus niveles de formación o información, la dualidad compleja que representan los beneficios y los perjuicios del apogeo del medio digital en la sociedad hipermoderna que, con pandemia incluida, nos ha tocado vivir.
En lo digital, no todo es malo, por tanto no hay que demonizar el fenómeno. Tampoco todo es bueno, especialmente, cuando se trata del uso lúdico de las pantallas en niños y jóvenes, por lo que la catequesis o el proselitismo digitales no son aconsejables.
Una actitud llama la atención. Por alguna razón, los fundadores y directivos de las empresas que desarrollan y venden dispositivos y artefactos tecnológicos, así como altos ejecutivos formados en Silicon Valley, evitan a toda costa que sus hijos se eduquen en entornos “online”, procurando centros educativos competentes, con orientación en formación humana, mientras estimulan, por vía del consumismo, la creencia en la propaganda ecuménica de la educación tecnológica y el paraíso presumible de los ordenadores, tabletas, teléfonos inteligentes y productos lúdicos como videojuegos o dibujos animados en la televisión. Exigen que sus hijos sean educados presencialmente y con libros, no a distancia y con pantallas.
Reflexionar sobre este asunto pone de relieve aspectos como la lucha de intereses económicos, la pugna engañosa entre argumentos científicos y posturas políticas, así como la cuestión trascendental acerca del tipo de ciudadano que nuestra sociedad aspira crear para su sostenibilidad.
El libro del doctor en neurociencias cognitivas Michel Desmurget titulado “La fábrica de cretinos digitales. Los peligros de las pantallas para nuestros hijos” (Ediciones Península, 2020) procura desmitificar la influencia favorable al desarrollo psicomotor del uso lúdico excesivo de las pantallas y denunciar el falso evangelio de la industria tecnológica, así como la difusión acrítica de la prensa de información capciosa o ambigua para promover mitos urbanos sobre nuevas generaciones (Y, Z, nativos digitales, migrantes o inmigrantes digitales, etc.), entre otras argucias que han hecho de la digitalización una suerte de tótem de la modernización y la globalización.
El propósito central de su enjundioso ensayo estriba en demostrar, con fundamentos científicos, que existe una influencia, de corte negativo, de las pantallas y los dispositivos digitales, sobre todo, en su uso lúdico, en el comportamiento y desarrollo escolar de los niños, adolescentes y jóvenes que afecta los cuatro pilares básicos de su identidad, a saber, el aspecto cognitivo, el aspecto emocional, el componente social y finalmente, la salud.
Ahora bien, es importante señalar que en lo relativo a las pantallas vale la premisa de que usos diferentes generan impactos diferentes. No resulta igual el uso abusivo de las redes sociales que la búsqueda adecuada de información en internet; o bien, un videojuego educativo frente a uno de propósitos violentos.
Es por ello que Desmurget subraya que lo digital refiere una “materia heterogénea, de la que no cabe hablar como un todo sincrético” (p.187). Lo que sí afirma categóricamente es que en los niños (2 a 8 años) el uso lúdico de pantallas (2 horas y 45 minutos por día en un año) equivale a varios cursos académicos completos, que es el mismo tiempo requerido para llegar a ser un buen violinista.
Entre 0 y 2 años de edad, el consumo promedio es de 50 minutos diarios frente a pantallas, que se traducen luego en obstáculos para el desarrollo del lenguaje, hábitos sociales, coordinación motora, gestión de emociones y facultades matemáticas, entre otras.
Además, se ha demostrado científicamente que la mayoría de aplicaciones para bebés y niños de edad preescolar se caracterizan por un bajo nivel educativo. Sin embargo, siendo aun lo peor, moldean tempranamente hábitos de consumo y uso abusivo posteriores. Seamos cautos.