Nunca como ahora el auténtico periodismo había estado ante un escenario tan problematizado y complejo, que lo reafirma como uno de los oficios más riesgosos y no precisamente por la amenaza a la seguridad, la integridad física de quienes lo ejercen, sino por la avasallante imposición de la posverdad.
Sin dudas que una profesión inscrita por su propia naturaleza contra las instancias de poder no dejará de aportar víctimas de la intolerancia, muy especialmente de aquella que se anida en la corrupción administrativa, el narcotráfico, el blanqueo de capitales y otras prácticas repulsivas.
Llamo la atención sobre el adjetivo “auténtico” para excluir adrede a un “paraperiodismo” oficiado por aduladores y mercenarios, quienes –por supuesto- nunca están en peligro, porque su complicidad les depara todo tipo de protección y compensaciones así sean extraídas de las arcas públicas.
De esa manera cobra cuerpo un modelo de éxito al que lamentablemente muchos se están sumando, atraídos por el rápido atesoramiento de bienes materiales a cambio de mentir, adulterar y falsificar los hechos en busca de crear estados de opinión favorables a sus propósitos.
Lo peor de todo es que se trata ya de una práctica vista como normal y hasta legitimada por quienes tienen la misión de hacer cumplir las leyes o de dirigir el funcionamiento del Estado.
Una “bocina” en nómina o con portentosos e inexplicables contratos de publicidad, una publicidad fantasmal, imaginaria, que nunca transmiten, pero que cobran a mansalva, es algo asumido por algunos como garantía de permanencia en la función pública vista como ubre de una generosa vaca lechera.
Este entramado delincuencial y contaminante asedia al auténtico periodismo, lo arrincona y le crea la percepción de bichos raros a quienes no se montan en sus rieles, en la dictadura de la mentira que instalan hipotecando la credibilidad.
Sobrevivir a esta embestida es el gran reto de la profesión.