En el día de ayer, miércoles 17 de diciembre del presente año, el periodista estadounidense Tucker Carlson reveló que el expresidente Donald Trump anunciaría el inicio de una guerra contra la República Bolivariana de Venezuela. Más allá de la veracidad o no de dicha afirmación, lo verdaderamente perturbador fue la reacción inmediata de amplios sectores en redes sociales: júbilo, deseo explícito de invasión y una peligrosa exaltación de la violencia como solución política.
Ante ese escenario surge una pregunta elemental, pero profundamente incómoda: ¿sobre qué techos caerían las bombas estadounidenses?
¿Acaso las bombas caerían únicamente sobre las viviendas de los llamados “gorgojos”, “descamisados” o de los sectores empobrecidos, término que históricamente ha sido utilizado por la derecha venezolana para deshumanizar a las clases populares? ¿O es que las casas de los ricos y de las élites económicas y políticas quedarían al margen de la destrucción? Cabe preguntarse si quienes anhelan la guerra imaginan una violencia quirúrgica, limpia y selectiva, en la que el sufrimiento recaiga exclusivamente sobre “los otros”, como si el conflicto armado pudiera discriminar entre clases sociales y preservar intactos los privilegios de unos pocos.
La historia demuestra lo contrario. Las guerras no distinguen clases sociales en su impacto inmediato, pero sí en sus consecuencias estructurales. Son siempre los pueblos, los pobres, los trabajadores, los invisibilizados quienes pagan el precio más alto: muertos, desplazados, destrucción de infraestructuras, trauma colectivo y pérdida de soberanía. Pensar lo contrario no es ingenuidad; es irresponsabilidad política. Al parecer han olvidado la segunda intervención Norteamérica el 28 de abril de 1965, quizás así sea, porque no la vivieron, pero la historia está ahí y como dice aquella frase del filósofo español George Santayana "quien olvida su historia está condenado a repetirla"
Cuando el odio supera a la razón, cuando la ideología se transforma en fanatismo, el resultado suele ser devastador. No es casual que quienes celebran la posibilidad de una intervención militar sean, en muchos casos, admiradores de un conservadurismo extremo que históricamente ha derivado en su forma más peligrosa: el fascismo. Ese mismo fascismo que se presenta como orden, pero se sostiene sobre la violencia, la exclusión y la negación del otro.
Pese a las amenazas, la guerra psicológica y la política de “máxima presión”, el pueblo venezolano continúa viviendo su cotidianidad con una dignidad que incomoda. A la par, se moviliza para rechazar cualquier intervención extranjera, exigiendo respeto a su soberanía y al principio fundamental de la libre determinación de los pueblos, consagrado en el Derecho Internacional y en la Carta de las Naciones Unidas.
Como politólogo y como dominicano, rechazó categóricamente la presencia de tropas estadounidenses en territorio quisqueyano, del mismo modo que rechazo cualquier agresión contra el pueblo venezolano. América Latina no puede seguir siendo concebida como un patio trasero ni como un laboratorio geopolítico donde las grandes potencias ensayan sus guerras y reajustes de poder.
En este contexto, resulta pertinente recordar no como incitación, sino como denuncia poética del imperialismo los versos de Pablo Neruda en su Versión del versiodiograma a Santo Domingo, cuando expresa el rechazo a la violencia extranjera impuesta sobre nuestros pueblos. La poesía, en este caso, no celebra la muerte, sino que evidencia el hartazgo histórico frente a la dominación armada.
Ahí les va:
“Me gusta en Nueva York el yanqui vivo, y sus lindas muchachas, por supuesto, pero en Santo Domingo y en Vietnam, prefiero norteamericanos muertos”
La guerra no es un espectáculo, ni un deseo legítimo, ni una solución política. Celebrarla desde la comodidad de una pantalla es una forma de complicidad moral. Quienes hoy aplauden una posible invasión deberían preguntarse si están dispuestos a asumir las consecuencias humanas, éticas y regionales de ese anhelo.
Las bombas, no caen sobre ideologías: caen sobre los pueblos.
El autor es politólogo, egresado de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), Recinto San Francisco. Analista internacional y ensayista de temas locales, nacionales e internacionales.