El peor balance de una nación es su déficit de heroísmo. Sin héroes la historia de la patria no se escribiría. Bastaría excluirlos para que esa noción penda de un hilo.
De ahí que los pueblos sensatos jamás devalúan su inventario de próceres. Pero los héroes son seres humanos, de carne y hueso, y con un espíritu permeado por pasiones y virtudes. Su superioridad jerárquica no los exime de errores.
Los griegos se dieron cuenta de sus debilidades, y a sabiendas de su inestimable valor, decidieron salvarlos endosando sus desaciertos a los dioses del Olimpo. La deidad helena desciende hasta la condición humana para encumbrarse de nuevo hasta la proeza del héroe.
Sin dudas, David es uno de los héroes más carismáticos del pueblo hebreo. Su estrella es emblemática. Proceder del linaje del vencedor de Goliat sería el abolengo terrenal más prestigioso de Jesús de Nazaret. Pero jamás un judío invocaría el crimen que dejó en brazos de David a la mujer de Urías, para promover su expulsión del patrimonio heroico de Israel. Ni por ningún otro motivo.
Porque en la grandeza de esa nación, sería una propuesta absurda que mermaría su caudal místico, y los pueblos que engrandecen, necesitan seguir elevándose sobre ese algo de misticismo que hay en el heroísmo.
Los héroes son hijos de la posteridad literaria. Nacen del sentimiento o del método de quienes los juzgan post mortem; o bien, pertenecen a aquellas categorías muy sublimes, que sin nadie proponérselo, surgen por generación espontánea.
Por eso, jamás en vida un héroe como tal ha confrontado a otro héroe. No por cobardía, sino por la imposibilidad, pues en vida nadie lo es.
Tener temple de héroe no significa serlo todavía, ni mucho menos aporta un blindaje contra las adversidades. Porque, al margen de las dignidades conferidas en vida, la cualidad heroica es un atributo circunstancial que se agrega a posteriori al carácter de un personaje histórico ya ido.
El héroe es un ser intransigente por naturaleza, y por eso jamás renuncia a sus convicciones. Siempre regresa, persiste y desafía con entereza estoica la tragedia que lo persigue.
Su concepción ética es inmutable y el factor que lo induce al cumplimiento categórico del deber que le dicta su propia conciencia.
He ahí la fuente de la firmeza que exhibe cuando decide lo que juzga convenirle más a la causa patriótica por la que su voluntad se determina, sin que las eventualidades adversas del fracaso perturben su estado de ánimo.
De ahí los mártires. Y también, que el héroe indeciso, si acaso lo es, sea un espécimen raro derivado de una versión muy escasa del heroísmo.
La amplitud mental del héroe trasciende los linderos de las ideas subsidiarias y no teme morir por el proyecto patriótico que se ha propuesto.
Porque lleva la patria por dentro, como también por dentro lleva su música el maestro, que más le importa la armonía constante que el tono circunstancial de la ejecución. Si los elementos fundacionales de la patria perviven, para el héroe todo lo demás es forma, y la forma no es esencia como la patria, sino la inferior categoría que se le subordina.
El valor neto de los héroes de la patria se aquilata enteramente sumergiéndose en la profundidad de los procesos que definen el curso de la historia.
Enrostrarles sus errores para negarles sus méritos, es otro error aún mayor. Porque todos los héroes, sin excepción, cometen errores, ya que son seres humanos; porque todavía no sabemos inventar –como los griegos– héroes cuasi divinos, descendientes de dioses que carguen con sus desatinos; y porque a veces a los pueblos les conviene más no regatear la heroicidad de sus antepasados.