La falta de reflexión serena y racional, fruto en gran medida de las urgencias por las ganancias, el poder o la fama, cuando no es producto de una mala formación académica con más títulos y palabrejas que neuronas, conduce a que la opinión pública esté inundada de falacias, disparates y mentiras.
Estructuras mentales que se obsesionan temáticamente o falencias formativas que conducen a prejuicios como el racismo, la misoginia, la aporofobia o el fundamentalismo, también contribuyen substancialmente a este escenario de estulticias sin límites.
En muchas ocasiones he optado por no leer o escuchar tantas tonterías para no sufrir inútilmente dichos entuertos.
La cura en todos los casos es buscar el silencio, la lectura de autores clásicos y ejercitar el uso de la razón escéptica y metódica.
La vida es el fundamento de todo: el existir, la razón, el ejercicio de la libertad, la posibilidad de amar, el sustento, la integración de los elementos inertes o la energía del sol en nuestras estructuras biológicas, etc. No es un derecho entre otros, es el pilar de todo derecho.
La vida es un fenómeno que hasta el momento hemos datado de hace poco menos de cuatro mil millones de años en la tierra, fuere porque surgió en nuestro planeta o provino de otros lados del universo.
El ser humano es un ser viviente, semejante a las plantas o animales, y al examinar nuestro ADN y compararlo con las otras formas de vida, la diferencia en su estructura es mínima, aunque nos asombre la diferencia a nivel fenotípico.
Toda forma de vida individual, incluida la del ser humano, es consistente en su identidad genética desde su surgimiento hasta su disolución.
Las diferencias en sus diversas etapas responden al despliegue de sus rasgos inherentes ya latentes en su cigoto en el caso de las especies sexuadas o las diversas formas germinales asexuadas que conocemos.
En síntesis, sea por combinación o duplicación, la vida se entiende como el esfuerzo a nivel del ADN de reproducirse.
Como hemos escuchado muchas veces, la vida se abre camino, aún en condiciones adversas, sean las gélidas aguas de los polos o las fumarolas volcánicas en lo profundo de nuestros océanos, por mencionas dos extremos.
El ser humano, hasta donde sabemos, es el único con capacidad reflexiva, de autoconciencia, capaz de amar, ser libre y razonar.
Hemos construido sistemas de pensamiento, estructuras culturales, organizaciones políticas, articulaciones morales, experiencias religiosas y hasta modelos de investigación científica, centrados en nosotros.
Incluso cuando integramos a las otras formas de vida dentro de nuestras maneras de comprender y organizar la realidad, lo hacemos bajo el supuesto de la centralidad de lo humano.
Quienes proponen el usufructo criminal de las demás formas de vida o su cuidado responsable, lo hacen siempre desde la óptica de la vida humana. No hay otra manera de hacerlo. Todo pensar siempre es humano.
Fruto de esa centralidad de lo humano es que estamos convencidos de que el imperativo mayor es la preservación de toda vida humana desde su concepción hasta su cese natural. Si cuestionamos cualquier forma o estadio de vida humana, relativizamos la propia y abrimos la posibilidad de nuestra eliminación.
Eso por supuesto genera innúmeros problemas, ya que muchas vidas humanas están en colisión con otras vidas: el tema del aborto con la relación entre la vida del niño y la vida de la madre, la agresión militar de un país a otro, la siempre complicada manera de reducir al control a un asesino en plena faena, la disolución de una acción suicida, la extracción de plusvalía como forma de producir riquezas y otros muchos casos.
Y en los ejemplos expuestos únicamente me he referido a la vida en sus posibilidades biológicas de continuación de su existencia.
El problema de la vida humana es fundamentalmente un asunto ético basado en una antropología realista.
El mismo Papa Francisco lo ha expresado claramente: “el aborto es asunto de ética humana, anterior a cualquier confesión religiosa”. Y esto es así porque la vida misma demanda una racionalidad capaz de comunicarse dialógicamente con todo otro ser humano sin importar ideologías, religiones, creencias, culturas, ni siquiera sistemas legales.
Nunca la defensa de la vida puede apoyarse en el racismo, en la explotación de los seres humanos, en la misoginia, la aporofobia, ni sistemas políticos autoritarios.
Cuando eso ocurre se convierte en ideología que conduce a la muerte, por eso no es de extrañar que fanáticos trumpistas (y sus discípulos locales) se opongan al aborto y a la vez promueven la pena de muerte, el racismo y el machismo.