Sobre la banalidad de la inquina

Sobre la banalidad de la inquina

Sobre la banalidad de la inquina

José Mármol

Según el Diccionario General de la Lengua Vox, inquina es un vocablo que significa la antipatía o aversión que se experimenta contra una persona o cosa y que impulsa a tratarla de forma negativa o injusta.

La injusticia es, pues, sustancia de quien anda por la vida arrastrado por la inquina. De ahí, precisamente, su banalidad.

Entre los sinónimos del nombre femenino inquina se destacan la malquerencia, el odio, la repulsión, la tirria, la saña, el rencor, el encono, la ojeriza, el aborrecimiento. Hay individuos a los que, por más que traten de engañar o confundir con discursos bienhechores y bondades supinas, se les ve el refajo de la malquerencia o la saña.

Es de Ortega y Gasset la idea según la cual la ingratitud es el defecto mayor del ser humano. ¿Qué mueve a una persona al culto macabro que lo impulsa a hacer el mal? ¿Se trata de un instinto, como previó Freud, culturalmente aprendido, de adhesión a la muerte? ¿Se trata, ahora en la perspectiva de Rousseau, de un acto contra-natura del ser humano que nace bondadoso y orientado al bien, mientras que la fractura, la quiebra ética del contrato social lo empujan a la práctica del rencor? ¿Tiene vigencia en esta sociedad líquida y consumista, según Bauman, la visión maniquea del mundo centrada en los hemisferios opuestos del bien y del mal? ¿Por qué nos resulta hoy día incuestionable, incontrovertible, quizás, el hecho de que el ser humano y su ámbito sociocultural y jurídico-político están cada vez más orientados hacia la radicalización del mal y el oráculo de lo aborrecible?

Aunque se infiltre en el club de los espíritus que persiguen grandes propósitos para la cultura y la sociedad, el sujeto que cultiva la inquina acudirá siempre a recursos mediocres e intrigantes, porque así opera su naturaleza vil.

Sus argumentos y objetivos tendrán por base la construcción de un enemigo, un fantasma del destino, aunque a todas luces quede evidenciado que se trata de una trama, de una ficción alevosa, de una manipulación cobarde y en ocasiones artera.

La iniquidad guiará la maquinaria de sus envidias y la traición será la grasa untuosa de su demoníaco engranaje cerebral.

La denuncia será siempre su pretexto; mientras más infundada, mejor. La alharaca conceptuosa, su manía proverbial.

Aunque se desgañite en hacer ver que impulsa los ideales humanistas y la grandeza del arte, que no consigue siquiera comprender, los medios para hacerlo dejarán entrever su armazón maquiavélica, porque le insufla sus anhelos el destruir como un propósito en sí mismo y no el destruir creativo e innovador del que habló Nietzsche, como una fuerza activa y transformadora.

No. El esclavo de la inquina solo tiene por horizonte el ejercicio del mal y la banalidad de su urdimbre.

Enarbola teorías gigantescas para propósitos enanos, porque hacer daño es la medida y finalidad de todas sus empresas. Y en lo execrable, en lo deleznable por inhumano, como el agua negra de un pantano sombrío, allí, precisamente, es donde su alma se rehidrata y su cuerpo, como el de un jabalí, se regodea y envanece hasta que le chorrea el lodo.
La inquina como propósito en sí mismo.

El odio como asunto y cerrazón vitales. El ardid vilipendioso como silogismo de sus miedos. El manifiesto rastrero como trasunto engañosamente teorético. El panfleto como obra maestra de una imaginación pordiosera.

La inquina, una vez más, como insufrible testimonio de la banalidad del mal. La historia mientras, vigila sus asechanzas, para colocar su proceder reptante y su nombre vacío en los tristes anaqueles del anonimato, la fugacidad y las leves cenizas del olvido. ¡Ay ombe!



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