Sinceridad. Qué palabra tan hermosa. Qué acción tan fuerte. Cuando la practicas, te sientes bien, cuando la recibes, te sientes bien.
Pero al mismo tiempo qué miedo nos da ejercerla. Miedo a que no nos entiendan, a que nos juzguen, a que nos cierren puertas, a ser vulnerables y un largo etcétera. Por eso tendemos a disfrazarla, exagerarla, manipularla y en su grado más extremo a llegar a la mentira.
¿Por qué lo hacemos?
Porque anteponemos siempre la opinión de los demás, el qué dirán o aquello se espera de nosotros dentro de esa repartición de roles que tanto gusta en nuestra sociedad.
Para encajar es mejor muchas veces disfrazar aquello que somos y poner filtros a lo que decimos. Y siempre me pregunto: ¿todo ese esfuerzo para encajar no se podría dedicar a hacerlo sin tener que mostrar o ser lo que uno no es?
Seamos sinceros (nunca mejor dicho), no hay nada más liberador que tener a alguien delante y decirle las cosas tan cual las sientes, las piensas y las quieres. Y, por el contrario, cuántos malos entendidos se evitarían si el otro fuera sincero con nosotros.
Y que conste que no equiparo sinceridad con verdad o con tener razón, eso es otra cosa.
Me refiero a tener la suficiente libertad, autoestima y autonocimiento para salir por la puerta a cara limpia, sin máscaras, sin manipulaciones, sin inventos, tan solo mostrando al mundo lo que uno es.
Esto es algo que llevo mucho tiempo analizando y confieso que he intentado mucho aplicarlo, pero todavía tengo que practicar el que la gente no confunda ser sincero con ser brusco o querer tener la razón.
Trabajo en eso, pero lo que sí hago siempre es mostrarme sin tapujos porque al final, no lo duden, las máscaras se caen.