Si te preguntan si eres prejuicioso, seguro responderás que no. La mayoría de nosotros lo creemos realmente, pero la realidad es que todos tenemos prejuicios, unos más grandes que otros y unos más marcados que otros.
Los seres humanos somos así, no somos perfectos y preferimos, cuando se trata de nosotros, ampararnos en nuestra propia ignorancia.
Somos prejuiciosos con muchas cosas y personas que nos rodean, hasta con nosotros mismos, desde su origen o procedencia, color, preferencias, labores que realizan, tamaños o hasta los acentos al hablar.
Sin embargo, el problema en sí, desde mi punto de vista, no es tener creencias sobre determinada persona o cosa (es normal tenerlas), lo que está mal es que eso que pensamos nos impida reconocer su humanidad o belleza.
Nuestros prejuicios, por lo general, se van implantando en nuestra mente desde nuestra infancia y, quizás, desconocemos por completo que los tenemos.
En un mundo que evoluciona tan rápido como en el que vivimos, no ser capaces de cuestionar lo que sabemos, no animarnos a revisar lo que alguna vez nos dijeron o no permitirnos actualizar la propia experiencia nos puede dejar en la misma situación de quién nunca sabe y nada entiende.
Es imprescindible estar atentos a actualizar permanentemente lo que sabemos, revisar, descartar, descubrir, completar, mejorar y cuestionar lo que siempre hemos tenido por cierto.
Como adultos, asumir ‘la duda razonable’ de lo que tenemos implantando en nuestro interior con la sola meta de ser mejores personas, aceptar a los demás como son y, por ende, seguir construyendo una mejor sociedad: más empática, inclusiva, tolerante y diversa.
Estos tiempos y su velocidad demandan de personas con una gran capacidad de adaptación, que puedan estar a la altura de las circunstancias, tanto si se encuentran en un ambiente amigable como hostil.
¿Te parece positivo evaluar una situación o persona partiendo de prejuicios? Si lo haces no te sorprenda cuando los demás hagan lo mismo contigo. Trata al otro como quieres ser tratado. Sin prejuicios.