Esta Navidad la celebra la humanidad en medio de una pandemia que ha matado millones de personas y que nos mantiene enclaustrados frente a la amenaza de un virus que en vez de debilitarse se fortalece haciéndose más resistente.
El Covid-19 nos ha robado vidas, planes, empleos, sueños y tiempo, pero también nos ha confrontado con nosotros mismos y el entorno.
En estos momentos duros, estamos compelidos a reflexionar, a hurgar en nuestro interior, a examinar nuestras vidas y a mirar al cielo. Tanto sufrimiento y dolor no pueden ser en vano.
Esta crisis epidemiológica es un tiempo para recuperar el verdadero sentido de la Navidad.
En medio de la incertidumbre, las pérdidas y el luto, la Navidad es una oportunidad para elegir a Dios y reafirmar nuestra fe en Él en vez de quedarnos solo en las pruebas y dificultadas que implica la desgracia colectiva del coronavirus.
Pero, sin Jesús no hay Navidad. La senda del Salvador no es la que ofrece el consumismo y materialismo de una Navidad pagana y atea que prescinde de Él y que obnubila el ser exaltando los excesos y las bajas pasiones humanas expresadas en desenfreno de todo tipo.
Elegir a Dios es justamente la invitación que nos hace cada año la Navidad. Mirar y vivir a Jesús como paradigma de vida a través de la humildad, la compasión, la caridad, el servicio y el amor al prójimo como el camino de felicidad y salvación que nos trae el Niño que nace en un pesebre de Belén.
Como nos dice el Papa Francisco, en el nacimiento del Niño Dios “el signo es justamente la humildad de Dios, la humildad de Dios llevada al extremo; es el amor con que, en aquella noche, Él ha asumido nuestra fragilidad, nuestro sufrimiento, nuestras angustias, nuestros deseos y nuestros límites.
El mensaje que todos esperaban, aquello que todos buscaban en lo profundo de sus almas, no era otra cosa que la ternura de Dios. Dios que nos mira con ojos llenos de afecto, que acepta nuestra miseria, Dios enamorado de nuestra pequeñez”.