“A ver a quién pegas en el infierno, imbécil cabrón. No volverás a ponerme las manos encima”. Aunque se lo podría gritar, porque no la escuchaba, solo lo pensó. Él estaba tumbado en el sofá, en calzoncillos, sin camisa, embelesado frente a un enorme televisor con colores opacos. Ella le miraba cada una de las vértebras curvándole la espalda, la luna sin pelos en la cabeza arrugada, las orejas como huevos fritos… Luego sin poder dejar de cojear colocó la bandeja del desayuno sobre el sofá. Rogó que fuera la última vez.
El gato cruzó varias veces por sus piernas sin dejar de ronronear. Había llegado el final. “Dentro de nada estaré muerta, pero libre”, murmuró. Volaría por la terraza como rezaba la campaña: “A la menor señal de maltrato, vuela”. Mejor eso que volver a ser penetrada con una muleta.
No recordaba la última vez que tomó una decisión. Y esa mañana después de verlo golpear al gato con la misma muleta que antes la había violado, decidió envenenarlo y arrojarse al abismo. Vació un envase entero de veneno para garrapatas en el vaso de zumo de naranja del desayuno y como todos los días se lo dio a beber.
Desde la noche que al salir de su trabajo lo atracaron y lo dejaron sentado en una silla y sordo para el resto de su vida, se convirtió en un ser que amargaba. Vivían en un piso destartalado, donde casi nada funcionaba, las puertas se condenaban, había ventanas con años sin abrirse y nunca se marchaba un olor a melocotón en almíbar y ratas. Era una casa con poca luz, con muebles antiguos, lámparas tan grandes como para ahorcarse en ellas, espejos en donde mirar el enorme fracaso que se había convertido sus vidas.
Después de intentarlo varias veces logró abrir la puerta de la terraza, a la igual que sus vidas se caía a pedazos. No quiso mirar atrás aunque se moría de deseos de verlo por última vez. Exhaló aire hasta vaciarse por completo. Sacó medio cuerpo por la baranda y se balanceó para arrojarse al vacío.
Empezó a engordar en la infancia, con los primeros rechazos maternos. Y ya con quince años era incapaz de correr dos metros. A esa edad su piel ya era flácida, tenía los ojos repletos de maldiciones y espantos. Hacer el amor se convirtió en sinónimo de dolor. “El roce hace el amor”, le decía su madre. Pero en la primera noche supo que no. “Eres una gorda asquerosa”, le gritó la primera vez que no logró una erección. Y si se lo decía su madre y también se lo decía el espejo,era verdad.
Él la culpaba de todo, hasta de que el gato no atrapaba ni un ratón. Continuó un rato con los pechos apoyados sobre los hierros. “A la menor señal de maltrato, vuela”, pero las alas no se abrieron. “¡Coño, si yo no sé volar!”, pensó. Miró atrás. Vio al gato buscando un lugar para acomodarse. Pensó que no había nada peor para la aventura del suicido y el asesinato que detenerse a pensar. “Si pienso voy a volver atrás. El miedo me helará y no podré saltar aunque me broten alas”.
Probó abrir la puerta para entrar y avisarle que no se bebiera el zumo, pero continuaba condenada. No abría. Golpeó el cristal. Golpes secos, efectuados con todo el brazo sin dejar de llorar. Puños cerrados en algunos momentos y con manos abiertas en otros. “¿Por qué gritaba, si sabía que no la escuchaba?”. Movió brazos. Saltó. Se quitó la blusa y la agitó como bandera. Y ya él tenía el vaso de zumo en las manos rumbo a la boca.
No pudo tomarse ni la mitad. Saboreó y a pesar del amargo tragó hasta dejar caer el vaso. La dosis de veneno produjo de inmediato grandes espasmos. El gato adentro maullaba, y ella golpeaba la puerta, pidiendo auxilios. Nadie escuchaba. Su madre le hubiera echado en cara su incapacidad de abrir, romper o atravesar un simple cristal.
Le pareció verlo rejuvenecer y regresaba a su mente la imagen del hombre que la violaba con la muleta cuando menstruaba. No quería reconocer que verla sangrando lo excitaba. Le daba envidia y lo avergonzaba a la vez. “Te voy a entregar a tu madre”. La amenazó a primera hora de esa mañana. Era la primera vez. Iba ser también la última. De inmediato se prometió que mejor muerta que regresar a vivir con ella.Mejor era volar sin alas.
Pegó su rostro mofletudo al cristal y le vio la mueca amarga en que se le había convertido la vida al marido. Estuvo segura que el veneno le había reventado el estómago, que se le había quemado las entrañas. Convulsionaba tumbado en el sofá.
No era su culpa, ella le avisó. Él no pudo escucharla. Se quedó como si estuviera embelesado mirando el televisor y ella sin alas, llorando en la terraza.