Simón y La Montaña del Oso
Se nos ha escapado de este mundo un ser singular. Un alma considerablemente noble, que estuvo ataviada de una obligación controversial, en las que las contrariedades y el temperamento cargado de jocosidades no les eran ajenas.
Quien no lo odió, lo amó. A quien no ayudó, a quien no le hizo un bien, no le hizo un mal. Así era él en su inmensa humanidad.
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Si alguien conoce más de él que aproveche y me lo cuente.
Trabajamos juntos en el icónico noticiario Radio Mil Informando, de la emisora Radio Mil. Allí tuve el honor y el placer de codearme con una pléyade de colegas, los cuales me enseñaron y aprendí tanto de la vida de reportero, que hoy en día no tengo con qué pagar. Entre estos estaba Simón.
En una oportunidad, siendo éste un flamante y activo director de las Relaciones Públicas de la Policía Nacional, le propuse que escribiéramos juntos un libro sobre la vida de un coronel de la policía que había sido enjuiciado e inculpado de narcotráfico y de las presuntas muertes de dos agentes que habían sido sus asistentes.
¿Tú quieres que nos maten?
Yo aspiraba a tener acceso al expediente acusatorio, ya que se trató del primer caso de enjuiciamiento y de un primer oficial de la Policía que afrontó tan delicada acusación.
Este juicio fue muy aireado en la prensa y pude cubrir como reportero algunas de estas audiencias que se realizaban en un tribunal de jurisdicción policial.
No obstante ser un caso conocido, existía cierto temor entre los periodistas de entonces para tratar el tema, incluso los que cubríamos las fuentes policial y judicial.
Me acerqué a Simón mientras caminábamos por los pasillos del Palacio de la Policía Nacional y aproveché para hacer mi sugerencia sobre el libro que quería escribir, y fue como si le mencionara el diablo. Éste se detuvo, frenó de golpe, y tras un breve silencio, me miró fijamente a la cara y con el ceño fruncido, visiblemente molesto, como nunca antes lo había visto, me afrontó:
-“Coooño, tú quieres que nos maten, eso es lo que tú quieres; escríbelo tú, azaroso…a mí no me hable de eso, yo quiero estar vivo…”.
Eres un maldito chivato
Hay una infinidad de anécdotas, de todo género, sobre el transcurrir de la vida del colega Simón Díaz. Antes o después de ser periodista, ya había sido policía, en un tiempo en que en el sector esto se veía como una falta a la ética.
Pero éste logró sobreponerse a las críticas y de policía raso ascendió a general, además de ser un reputado relacionador público del cuerpo policial.
En una oportunidad, y mucho antes de ser relacionista público, Simón se dio cuenta de que un chofer de la redacción del noticiario era un policía encubierto, pero éste lo negaba de manera rotunda.
Fue así como un día un profesor de un liceo de la capital apareció en la redacción a hacer una denuncia, en el sentido de que lo perseguían para matarlo.
Había estado preso por su militancia de izquierda y porque presuntamente había robado una pistola a un sargento de la policía.
Mientras el profesor ofrecía sus declaraciones, el chofer se detuvo a escucharlo, pero extrañamente se retiró durante un rato de la Redacción y reapareció luego preguntando si el denunciante se había marchado, ya que según su alegato, éste era su cuñado.
Momentos después, familiares del profesor llamaron para denunciar que éste había sido localizado y arrestado a la salida de la emisora.
Simón, que estaba activo, pero sin usar el uniforme, aseguró entonces que el chofer era un chivato, y un día, sin nadie esperarlo, llevó la ficha policial de éste. Ahí se aclaró todo.
– “Mire -dijo Simón al chofer -Usted es un chivato, un maldito chivato, mira aquí tu ficha de policía activo, dime ahora que no, buen chivato…”.
Nos quedamos fríos, incrédulos. El incidente se tomó como una chercha y el chofer, viéndose acorralado, admitió que era agente policial, pero que ya no estaba en servicio.
–“Mentira tuya, eh mano, tú estás activo”, enfatizó Simón, y agregó, mientras mostraba su carnet que le acreditaba a él también como agente policial: –“¿Tú vas a engañarme a mí, a Simón, que se las sabe todas; mira bien, aquí no podemos estar dos policías, ponte claro; te vas tú o me voy yo…”.
La montaña del oso
En otra ocasión, Simón logró que varios integrantes de la Redacción se juntaran los sábados en la noche para coordinar visitas a negocios de bebidas alcohólicas, a donde acudían a pasar ratos de ocio después de la dura faena del reporterismo diario.
Yo tenía entonces un turno como redactor vespertino del noticiario y los sábados terminaba a las diez de la noche.
Ocurre que Simón y otros colegas se me aparecían, cada sábado, para ayudarme a redactar noticias y avances noticiosos, con tal de que yo terminara temprano y les acompañara en sus rutas a las bebentinas.
Pero me negaba a integrarme al grupo, porque, después de la tarea del día, solo quería irme a mi casa a descansar.
-“No insistan con Emiliano, es un “hombre mamita”, a él lo domina su mujer, no va a ir, tiene primero que pedir permiso”, expresó Simón en medio de una chercha.
Sabía que con esa expresión me picaba el amor propio y me sacaba el machismo de adentro. Se me acercó, tranquilo, después de estas expresiones y me susurró:
-“Mira, esta noche vamos a ir a un sitio que se llama “La Montaña del Oso”, en la Pedro Livio Cedeño, de Villas Agrícolas; allí presentan espectáculos de mujeres desnudas. Ahí, Emiliano, baila una morena que tiene un atributo enorme, lo más grande que se ha visto en el mundo”.
Por curiosidad periodística, y para confirmar si era cierto lo que me decían, asentí a acompañar a los colegas a “La Montaña del Oso”.
Llegamos y nos apostamos en una mesa ubicada en un lugar estratégico, cerca de la tarima. Todos queríamos ver de cerca el fenómeno del que nos hablaba Simón.
Comenzamos a tomar tragos y a presenciar las presentaciones que se hacían como entrada, a la espera del gran espectáculo final, pasada la medianoche, con la presentación de la mulata salvaje.
La doble sorpresa
Pasó un rato y Simón se paró de la mesa para ir al baño. Cuando regresó y se sentó, para sorpresa de todos, el locutor que animaba el espectáculo anunció la presencia en el lugar de los periodistas de Radio Mil, una de las emisoras más influyentes de la época.
–“En esta noche se encuentran aquí, nos honran con su presencia, los más duros del noticiario Radio Mil Informando, los periodistas Simón Díaz…etc.”.
-“Los periodistas de La Primera disfrutan de este sensacional espectáculo que ofrecen nuestras bellas y voluptuosas chicas. Saludos fervorosos a los periodistas de Radio Mil que engalanan este lugar con su presencia…”.
Nos quedamos turulatos cuando escuchamos estos saludos públicos. Nos hubiera gustado estar allí y pasar desapercibidos. Pero no se pudo.
Nuestro nunca bien querido amigo, el bellaco Simón, reía a carcajadas. Nos dimos cuenta así de que se trataba de una de sus bellaquerías.
No bien pasó una presentación cuando un camarero fue a nuestra mesa y nos dijo que un señor que estaba al fondo del recinto quería hablar con Simón.
Éste fue y para su sorpresa se encontró con don Joaquín Jiménez Maxwell, el director general de Radio Mil, quien estuvo allí acompañado de otras reconocidas figuras del espectáculo.
– “Estamos todos botados el lunes”, nos dijimos. Pese a ello, y momentos después, el mesero regresó y nos dijo que todo el consumo de nuestra mesa estaba pagado.
Del temor pasamos a la alegría y esta, a su vez, se convirtió en “contentura”, tanta que hasta aplaudimos, por los efectos de las bebidas.
La discreción
Cuando el lunes llegamos a laborar a la emisora, se nos dijo en la recepción que el señor Maxwell nos esperaba en su oficina.
Nos sermonea a cada uno, pero nos advirtió, asimismo, que mantuviéramos la discreción si queríamos preservar el empleo, que él no quería darse cuenta de que nosotros nos pusimos a propalar sobre aquel momento en “La Montaña del Oso”.
A mí, particularmente, que llegué en mi horario de la tarde, me comunicó que estaba sorprendido con mi presencia en aquel lugar junto a mis colegas.
-“Buen mozo, buen mozo -como acostumbraba llamarme- ¿pero qué tú hacías en ese sitio? Yo sé que no eres de esa colá, de ese grupo… A ellos les gustan las bebidas y sé que no eres de esos…”, me dijo.
Cuando entré a la Redacción, después de esta reunión, me esperaban los otros colegas que querían saber qué me había dicho don Jiménez Maxwell. Les hablé de su consejo para que no saliera con ellos, y Simón, que escuchó lo que expresé, manifestó en voz alta:
-“Bueno, él me dijo a mí que no divulguemos esta situación, pero es que si yo no hablo me mata el corazón…”.
A partir de entonces fue que comenzó a relatar con gusto a todo el mundo lo que habíamos vivido en “La Montaña del Oso”.
Adiós, amigo Simón, Dios dé paz a tu alma. Te fuiste delante, pero tienes que saber una cosa muy cierta, y es que todos estamos llamados, más tarde o más temprano, a recorrer esta senda a la eternidad.
ere.prensa@gmail.com
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