Fórmulas añejas que luchan por estar en vigencia –a contrapelo de su naturaleza y carácter- y propuestas nuevas o relativamente nuevas que no hallan el camino adecuado para exponerse de forma que las podamos entender.
En el ejercicio político de República Dominicana asistimos a una crisis semiótica, con los símbolos y los signos en un estado convulso.
En ese marco, veremos muchas cosas extrañas desde ahora y hasta llegar al momento decisivo para elegir a quien conducirá el barco de la nación a partir de 2020, sin excluir todo tipo de diatribas de una guerra encarnizada en la esfera digital y vista desde los dispositivos móviles.
Será una batalla visual en múltiples dimensiones, con ojos escrutadores en un monitoreo persistente para capturar errores y convertirlos en leyendas pegajosas, de rápida producción, y trituradoras de fama.
Ya lo estamos viendo.
Años atrás estas operaciones suponían altas inversiones y estaban reservadas para quienes contaban con los recursos. Hoy, el teléfono celular es un centro de integración vertical, con producción, posproducción, pauta y visualización de campañas, que abaratan la comunicación política.
Esa realidad está ahí para bien o para mal, porque así como existe la posibilidad de crear a bajos costos relatos atractivos, que despierten la pasión, el sueño, las aspiraciones, los riesgos de destrucción y autodestrucción ahora son infinitos y sin barreras financieras o tecnológicas.
Los aspirantes presidenciales tendrán que medir bien sus pasos, pensar previamente en todo lo que dicen y lo que hacen, cuidando –sobre todo- la articulación de los elementos verbales y no verbales, para no ser sujetos de escarnio ni carne de cañón de los memes, esas despiadadas piezas del “neotelling”.
Estoy observando puestas en escena en las que resaltan el ridículo, el absurdo y lo ininteligible. A veces es difícil saber a qué auditorio le hablan las figuras políticas o si lo hacen para sí mismas, inflando el ego, la vanidad y el delirio de grandeza. Seguiremos.