Siempre en el ojo ajeno

Siempre en el ojo ajeno

Siempre en el ojo ajeno

Nassef Perdomo Cordero, abogado.

La semana pasada abordé el tema del populismo de élite; es decir, el discurso según el cual todo reclamo de cambio proviene de un sentimiento de envidia o resentimiento.

No es baladí el tema ni se puede agotar en estas líneas, pero es importante recalcar otra de sus características: la tendencia a considerar torpe o tonto a quien no comparte su visión.

En su seminal obra “La mente de los justos”, Jonathan Haidt explora las razones por las cuales la gente sensata se puede llegar a pelear enconadamente por política o religión. El origen está en nuestra dificultad para entender cómo y por qué los demás pueden pensar distinto a nosotros. Para Haidt esto es consecuencia del rechazo a admitir que las emociones son el fundamento de nuestros valores, y que lo que llamamos “razón” es una construcción que nos justifica en esas emociones.

Así las cosas, para Haidt la cultura política occidental se funda sobre la idolatría de la razón, que él considera un engaño porque, desde el momento mismo en que un grupo social sacraliza algo, sus miembros pierden la habilidad de pensar claramente sobre ello.

Por este motivo, es normal que, en nombre de la razón, los populistas renuncien a cuestionar razonablemente sus presunciones.

De ahí que quienes rechazan el statu quo en todas sus manifestaciones y quienes lo defienden como si fuera perfecto, comparten la misma tara: confunden su incapacidad para aceptar críticas con la incapacidad ajena.

Se obsesionan con ilustrar a los demás con la esperanza de que descubran la verdad de su credo social o político.

Cuando esto fracasa, están siempre prestos para exhibir su propia erudición, esperando acallar así cualquier debate. Y es que su obsesión con la paja en el ojo ajeno les impide ver la viga en el propio.

Esta es una verdad milenaria.
Es el propio Haidt quien nos señala por qué esto es un problema y cuál es la solución. Dice que esta trampa imposibilita el diálogo, tan necesario en una democracia, y que el antídoto es la empatía, por muy difícil que esta sea cuando se debaten temas neurálgicos.

De tal forma que la respuesta al populismo, ilustrado o no, es defender siempre la virtud del diálogo, reivindicar nuestra capacidad para intercambiar ideas con quien sostiene posiciones diametralmente opuestas a las nuestras y, sobre todo, saber que en una sociedad viva ni se puede cambiar todo, ni se puede quedar todo igual.



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