Dos graves problemas nacionales que ha decidido enfrentar el presidente Abinader, distintos a las urgencias de la pandemia o avatares de la economía, podrían representar el mayor éxito de sus promesas de cambio.
Son, primero, combatir la impunidad por la corrupción gubernamental, que lo obliga a también aplicar ese empeño en los casos de sus propios compañeros y controlar los excesos por lawfare de su “justicia independiente”; y, segundo, reformar la Policía, antro de criminales muchas veces peores que los que no visten de gris.
Son dilemas siameses. Los recientes asesinatos son un reto al presidente, un coletazo no sólo contra su autoridad constitucional.
Peor, ocurre en medio de la más grande y exitosa campaña de interdicción de drogas jamás hecha aquí. Pero los desmanes policiales no son sólo cuestión de orden público, sino de rendir cuentas adecuadamente de los fondos públicos que financian a la Policía.