Mi columna de ayer, en este mismo espacio, ha suscitado mucho interés a juzgar por la inusitada cantidad de comentarios recibidos, a favor y en contra.
Comparaba yo las distintas maneras de juzgar a España y a República Dominicana en el tema de los inmigrantes indocumentados, pues mientras el país ibérico mata a los africanos que pretenden ingresar a su territorio sin papeles, y no pasa nada, a nuestra pequeña nación caribeña se la quiere condenar al fuego eterno por pretender reglamentar la inmigración extranjera y decidir quién es dominicano y quién no lo es (sin quitarle la vida).
La señora Lizzie Sánchez, por ejemplo, sostiene que el verdadero problema está en el “efecto retroactivo” de la sentencia que ha soltado los demonios que ahora amenazan la necesaria unidad de los dominicanos. Respeto su opinión.
El señor Rolando Saldaña, por su parte, me recuerda que “en España en el lapso 86/87 del pasado siglo, ya para ese entonces cuando aún la inmigración latinoamericana y en especial, la dominicana, no era tan numerosa como ahora, existían atisbos de racismo generalizado en España.
Especialmente contra los gitanos (esos señores que nadie sabe de dónde vienen ni adónde van); contra los marroquíes y subsaharianos”.
También me cuenta el señor Saldaña que “en Ceuta y Melilla, territorio español ubicado en Marruecos, hay barreras físicas y patrullas de frontera para impedir el acceso de subsaharianos a territorio español, pero los organismos de DD HH internacionales no dicen nada”.
En otras palabras: respeto la opinión de quienes, de buena fe, interpretan que la famosa Sentencia viola la Constitución… pero no comparto ese pensar.