Cuando se pusieron de moda las veedurías para que la ciudadanía tuviera acceso a las interioridades de las diferentes dependencias del Estado, la medida fue recibida con beneplácito como una demostración de transparencia y democracia.
Junto a un grupo de respetables personas que parecían representar a la sociedad, mi nombre aparecía como uno de los privilegiados con tal distinción oficial, designándoseme, con carácter honorífico, miembro de la veeduría del Ministerio de Relaciones Exteriores.
Pocos días después todos los miembros de la citada comisión fuimos convocamos por el ministro Montalvo a una reunión para explicarnos cuáles eran nuestros objetivos y los procedimientos a seguir.
Eran tiempos aquellos en los que la opinión pública comentaba con sentido crítico los dispendios de nuestra Cancillería en materia de sueldos exagerados, botellas, nepotismo, favoritismos y exageraciones injustificables. Entonces pregunté al Ministro si nosotros, los veedores, tendríamos acceso a esos expedientes.
La respuesta fue ambigua, pero negativa al fin y al cabo. Al día siguiente presenté mi renuncia como veedor.
Cuento esta historia porque el decreto presidencial de ayer, nombrando una comisión para investigar el lío de Odebrechet que ya está en manos del Ministerio Público, equivale a decirle al Procurador General: “Estáte quieto, que esto lo manejamos nosotros”.
Si yo fuera el Procurador, renunciara hoy.