Los dominicanos tenemos múltiples motivos para enorgullecernos de nuestro civismo. Las elecciones pasaron, se produjeron resultados, y al día siguiente retomamos nuestras actividades habituales.
Hemos recorrido un largo camino desde la época en que las elecciones eran eventos traumáticos.
Es justo y necesario que lo celebremos.
Pero después de la celebración, estamos conminados a detenernos en lo que no marcha tan bien. Tema ineludible, como ya se avizoraba en los resultados de las elecciones municipales de febrero, es la abstención, que en estas presidenciales y congresuales alcanzó niveles sin precedentes, históricos.
La abstención viene aumentando lenta pero constantemente desde las elecciones de 1996. En las de 2020, en medio de la pandemia, saltó casi 15 puntos porcentuales para situarse en 44 %. En las recién pasadas, en lugar de ajustarse volviendo al cauce normal, aumentó otra vez, alcanzando un 46 %.
Hay quien dice que esto no es relevante, que en sociedades desarrolladas es incluso más alta. El auge de la ultraderecha en Estados Unidos y Europa Occidental es un indicio de los peligros de esa forma de pensar. Pero no hay que irse tan lejos.
Como dije en febrero, la encuesta sobre cultura política que realiza Latinbarómetro muestra claramente un aumento en el país del pensamiento autoritario y una degradación del sentimiento democrático.
Quizás aplica la máxima de que correlación no implica causalidad, pero lo cierto es que la presencia simultánea de estos dos fenómenos es razón suficiente para preocuparse.
Para tomar cartas en el asunto no hay que esperar a que estalle la crisis de pérdida de legitimidad del sistema democrático. De hecho, la apatía ante un problema evidente es la otra cara de la moneda de la apatía del votante ausente: entraña el mismo desinterés en la política entendida en sentido amplio.
Es bueno que la intensidad de nuestros procesos electorales haya disminuido. Demuestra madurez democrática una sociedad que asume con normalidad los cambios (o continuidades) en el ejercicio del poder.
Sin embargo, esta disminución de la intensidad es nociva si viene acompañada de una disminución del compromiso con la democracia. No podemos pensar que la estructura de nuestro sistema de convivencia es capaz de sostenerse sobre el vacío. Hay que reconquistar para la democracia a los desencantados, y eso es labor de todos.