Selfitis es el término con el que el filósofo de origen surcoreano (Corea del Sur está de moda luego del éxito en los Premios Óscar del director Bong Joon-ho y su genial película “Parásito”, 2019) define la alineación del sujeto posmoderno en su autorretrato manipulado de la mini pantalla digital. No hay cosa hoy día más vapuleada que el yo.
¿Quién soy yo? es una pregunta cuya respuesta se va quedando cada día más vacía de sentido duradero. Lo que los tiempos posmodernos procuran no es que la identidad perdure o se fije, sino que más bien, se metamorfosee, se multiplique, se deshaga constantemente en su difusa pluralidad consumista. Que la identidad sea esquiva es lo identitario.
La instantaneidad, la simultaneidad y la intangibilidad propias del medio digital hacen de sus productos asuntos volátiles, efímeros, de caducidad programada. El selfi no es otra cosa que la consagración narcisista de un yo deficitario en su autoestima.
Lo que procura el selfi no es la virtud del retrato que refleja la personalidad y el alma. No. Lo que refleja el selfi es la ansiedad, la angustia, el vacío existencial del autopresentado. Es una degradación del retrato renacentista, por cuanto reduce a un grado cero el sentido de lo humano en su factura chata.
Es una miserable expresión minimalista y fugaz del retrato fotográfico artístico, por cuanto es alterable, insanamente perfectible el rostro, la cadera, el vestido de quien se busca en la pantalla de su celular, sin que jamás logre estar conforme con lo que encuentra. Es el nuevo desnudo; la forma insufrible de exponerse, es decir, ofertarse en la vitrina virtual globalizada de una sociedad exhibicionista.
Es el más pobre espectáculo del deterioro alienante del sí mismo. Lo que contiene el selfi no es la pose artificial de un sujeto, sino la huella de su ciberadicción, de su maníaca afición a estar en la red, de su existencia depresiva, solitaria, infeliz, angustiada.
Hay en el selfi, en tanto que autorretrato digital, una suerte de autoexplotación semiótica del sí mismo, como la llama Jochy Herrera con acierto, y una huera expresión de vanidad. No hay un yo auténticamente sustentable, sino más bien enorme vacío, en la superficie lisa del individuo representado en la pantalla de su smartphone.
La carnada por excelencia del mercado para seducir a los sujetos hiperconsumistas es un ardid, una trampa. No ya una frase sagaz, creativa o inspiradora. El lenguaje de códigos es asubjetivo, es decir, sin sujeto autorreafirmado. Constituye la materialidad en sí misma del lenguaje aditivo, calculador, exponencial.
¿Cuál es la función de un cuerpo escultural, semidesnudo y en actitud sensual, al lado del automóvil que la publicidad pretende motivarte a comprar? Hay, en efecto, códigos seductores subliminales operando semióticamente en esas propuestas. Subyace en ellas la fantasmagoría de la morbidez espectral posmoderna.
La sociedad actual acusa en este orden una complejidad: la seducción no está solo en el mensaje, sino también en el soporte; es decir, en el medio digital.
La seducción supera la barrera de lo visual o auditivo y se traslada a lo neuronal, lo táctil, lo multisensorial.
El marketing neuronal, junto al digital hacen la moda. El mercado es, paradójicamente, el pandemonium de la felicidad, que no genera satisfacción, sino desasosiego.
Si no consumes a borbotones, parecieras padecer de un grave defecto ciudadano.
La pureza, si alguna vez la hubo, de los sentimientos como el amor, la amistad, la solidaridad, el bien en sí mismo ha sido trastocada, se le ha inoculado una perversa dosis de sospecha. Nada es puro ni duradero. No existe el compromiso afectivo. La exposición pornográfica es la meta.