Si yo me paro en una esquina con un megáfono y digo a los cuatro vientos, por ejemplo, que favorezco la devaluación del peso dominicano, no pasa nada, porque yo no represento a ningún organismo oficial en materia de la economía nacional.
Pero si en la misma esquina se para un funcionario del Banco Central y dice lo mismo que yo dije, podría provocarse un pánico financiero con consecuencias graves en perjuicio del país.
En otras palabras, el funcionario bancario goza de menos libertad que yo para expresar lo que piensa, pues en virtud de su investidura es capaz de perturbar el orden social, mientras que a mí, un ignorante de la ciencia económica, nadie me haría caso.
Esto puede aplicarse a muchas otras situaciones de la vida nacional. Pongamos por caso que el carnicero del supermercado diga públicamente que no le gustan los periódicos dominicanos, porque solo se dedican a chismosear y que él solamente cree lo que se publica en uno de ellos, que los demás son dañinos para la sociedad.
El carnicero tiene derecho a decir lo que piensa, pero nadie se preocuparía por sus opiniones.
En cambio, si un personaje de alta categoría y comprobada influencia social dice lo mismo, sus palabras serian como un cuchillo de dos filos sumamente peligrosos y requerirían mayor precisión que la que se espera del pobre carnicero.
Las figuras públicas, trátese de políticos, deportistas, cardenales o científicos, están en el ineludible deber de no dejar dudas cuando se refieren despectivamente a determinadas individualidades.
Sería esa una manera de bien orientar a las masas, con responsabilidad, en vez de sembrarles confusión.