Mucha gente me pregunta por qué escribo a veces tantas sandeces, cuando en nuestro entorno sobran muchos temas graves y preocupantes más merecedores de ser tratados en una columna periodística seria.
Tienen razón quienes así piensan.
Pero yo también tengo mis razones para querer escapar de vez en cuando de esta selva que nos quita el sueño a unos y otros.
Ya lo he explicado en ocasiones anteriores: el origen y “leitmotive” de este espacio es, precisamente, el deseo de llevar al público lector la idea de que un director de periódico no es un “gurú” que tiene en sus manos las respuestas y soluciones de todos los problemas, por intrincados y difíciles, que sean, sino un simple mortal de carne y hueso cuya función en la vida es recoger y divulgar información sobre lo que pasa en este mundo “ancho y ajeno”.
En otras palabras, el director de periódico es un ser humano común y corriente que, al igual que todo hijo de vecino, va al supermercado, disfruta oyendo música, gusta andar descalzo en la intimidad de su hogar, duerme siesta, ríe y llora según el caso, y está muy lejos de ser un semidios inaccesible, como podrían pensar algunos.
Por mi parte, no quiero perder mi simple condición de persona normal, y por eso escribo sobre temas serios o sobre asuntos triviales, según sea mi estado de ánimo al momento de sentarme frente al computador.
Este de hoy, por ejemplo, podría considerarse una tontería o una profunda reflexión, dependiendo también del estado de ánimo del lector que se haya atrevido a llegar hasta aquí.